jueves, 7 de julio de 2011

VIDA

Vida (con Osvaldo)

Me estoy muriendo. Lo sé a medias porque el oncólogo les había aconsejado a los míos que no me lo dijeran, pero con el tiempo todo se hizo silenciosamente evidente: el cuerpo y la cabeza escapándose de mis manos y cada convulsión que me enterró más y más en ese aislamiento que consuela la infantil esperanza de los futuros deudos.

Durante el lapso indefinible de algunos sopores saturados de una morfina de calidad reprochable, logré sentirme una especie de buzo sin escafandra, sin snorkel, sin piel de neoprene, fondeando lo que me quedaba de humanidad. En realidad vagaba en mis profundidades como uno de aquellos surubíes que había probado en Misiones con aquella mujer. ¿Cómo se llamaba? ¡Tamadre! Sí, la francesa con aquellas tetas alucinantes. ¡Esa! Qué linda Misiones y las cataratas, y qué bueno el surubí. Sentía el gusto dulzón de la carne generosa en la boca adormecida y pastosa. ¿Silvie? No puede ser porque ya cría nietos con otro. ¿Silvie?

No hay caso. Intento ser conciente de esta atrocidad que es la muerte inminente, pero no logro asirme a nada. Es como si la morfina inexorable me quitara la posibilidad de vivir mi propia muerte. El médico de turno acaba de pasar y algo le dijo a… algo dijo y la sombra que está mi lado se agitó y se acercó. Sentí sobre el brazo la humedad de las lágrimas. Pero ¿quién es? ¿Silvie?

Estoy tan cansada que todo se me confunde. El dolor aparece y todo desaparece cuando viene la enfermera y me pincha. Hay días en los que logro abrir los ojos para percibir la ventana a unos metros. Me asombra el cambio de luz, pero ni bien quiero ponerme a pensar en eso, siento el gusto a manzanas en la boca y me atacan los recuerdos agitados como una bandada de pájaros que no se decide a partir. Silvie tengo sed.

Fue en San Luis con ese tipo, ¿Julián?... No Julio… No, no, Juan… bueno, no sé, con él fue que vimos la migración de mirlos. Casi que los estoy viendo, un verdadero enjambre que se arremolinaba en el cielo, hacia el este, hacia el oeste, todos a las árboles, para volver a catapultarse al azul profundo y perderse en el norte.

Sí, era Silvie con esa piel de orca que tanto me excitaba. ¿Y porqué llora? Silvie, Silvie, por favor. Ahí viene la enfermera (¿o es el doctor?) y ya siento que Silvie no es ella. Y cuando el terror de desaparecer vuelve me aferro a aquella calesita en Sierras Bayas. Saqué la sortija y me dieron un helado. Papá (¿o fue mamá?) frunció el seño, pero yo me sentí tan feliz.

Tan feliz… No llores Silvie. Yo te amo. No llores querida que aquí estoy, muriéndome. Mirá la ventana. Mirá los mirlos. Mirá cómo forman tu rostro tan lindo, y ahí bajan y te marcan esas tetas tan lindas que tenés. ¿Te acordás del pescado ese tan rico? No me acuerdo, esperá, la corvina. Que sí, la corvina dorada en Misiones. Que era tan rica, y el mozo que me miraba, pero a vos más que a mí.

¿Silvie? ¿Silvie? ¿Juan? GildaRenédian

Nada

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