Al principio le costó reconocerla, pero era ella. No cabía la menor duda. Engañaba, quizás, la disposición del cabello, el color, el dibujo añoso de las caderas, aunque él podía percibir detalles más complejos que seguían allí, patentes, idénticos a aquella época en que se grabaron en su mente, cuando los tres se saludaban cada mañana con ese ritual mecánico de lo cotidiano, sin la amenaza de una futura distancia.
Ana y Sofía eran las únicas que permanecían junto al féretro, en silencio, gobernando con la mirada el tenso desfile de los deudos mientras besaban devotas las manos huesudas del occiso. En un rincón resguardado de la luz de las velas, Manuel bebía una copa de ginebra –acaso una grapa- con el rostro circunspecto. Su presencia delatada apenas por una tos nerviosa que de vez en cuando se filtraba entre los sollozos de sus hermanas.
Ninguno de los tres reparó en su presencia. No tenían por qué. Para ellos era solo uno más de los tantos vínculos pasados y extintos que se habían acercado alertados por la aguda memoria de alguna de las tías, o simplemente por el aviso publicado en el periódico la mañana anterior. Solo Francisca se arrimó y le ofreció un bocadillo que ella rechazó con ese elegante ademán, uno más de aquellos detalles complejos que nadie salvo él estaba en condiciones de detectar.
Cuarenta años desde la última vez. Cuarenta años desde aquella mañana en que les anunció su partida, de pie junto a la puerta de la casita de Almagro, con su bolso de cuero negro y ese libro de Joyce que jamás acababa de leer. Y nunca más una carta. Una llamada. O siquiera un indicio que habilitara el sueño de una búsqueda.
Salió de la casa y encendió un cigarrillo seguro de que no iba a llegar a la mitad antes de que ella buscara también el fresco del aire. Por experiencia sabía que no era larga en las despedidas, y en esta en particular la imaginaba traída más por una voluntad de confirmación que por la posible hondura de su tristeza.
¬¬–Nunca nos explicaste por qué –le susurró justo antes de que lograra escabullirse hacia la calle.
–Por amor –respondió ella sin volverse.
–¿A quién? –retrucó él consciente del peligro de que fuera aquella su única aclaración–. ¿A vos?
–A mi libertad –agregó por fin–. Un amor puede ocultar otro, pero no eternamente.
La frase encerraba una declaración, pero también una sentencia. Ese decir sin decir, persistente, tenaz. Un detalle final antes de reanudar la marcha. Sin volverse. Siempre sin volverse.
–¿Te acordás de lo último que te dije esa mañana? –preguntó él mientras pisoteaba la colilla del cigarrillo, buscando, tal vez, ensuciarle la despedida.
–Vagamente.
Y ya ninguno de los dos dijo más.
¡Muy buen cuento, René! Me gustó mucho
ResponderEliminarGreis
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarRené. Lo leí tres veces y no sé si quiero darme cuenta de lo qué expresás en en el cuento o no lo entiendo.
ResponderEliminar¿Es un hermano que se fue? o es un amor que se fue? No sé . Tengo dudas.
Me encantó la forma que lo escribiste pero reconozco mi incapacidad para entenderlo.
Un beso
Gra
Gracias Greis.
ResponderEliminarHola Graciela, muchas gracias. La idea es precisamente esa. Es solo una escena más o menos completa que le da lugar a la interpretación del lector.
Saludos.
Leyendo el relato, pienso: El amor es eso, una escalera caracol ... y las curvas, absolutamente personales, y necesarias, como el derecho y revés de los espejos .
ResponderEliminarMuy buenísimo
Un abrazo
Estimado Rene, bienvenido!
ResponderEliminarLeí tu texto anoche tarde y lo volví a leer hace un rato dos veces. Me pareció muy logrado el efecto de tensión y pesadumbre cristalizada en el tiempo que atraviesa la médula de esta instantánea o fresco familiar, y también creo haber encontrado un buen guiño de ojo a la consigna. Creo que fue en la segunda lectura que vi a una mujer libertaria, una madre que abandonó a su familia y que vuelve luego de muchos años para asistir al velorio de su esposo donde intercambia más que nada silencio con el hijo varón. Ya ves, me removió muchas cosas. Qué bueno que lo hayas subido.
Alejandro
Lo que se ve (más allá de que "los tres" no la registraron) es que tanto "ella" como "el" eran muy orgullosos. Al punto de dejarla siempre picando (por 40 años). ¿Amor u orgullo?.
ResponderEliminarQuien mira y después es observado, como un deslizamiento y el interés puesto en las miradas tan diverso de las ceremonias . Ese secreto de la literatura que con que una vez suceda basta,la sensación de que es así y yo lo sabía pero lo había olvidado. Muy bueno.
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