Tal vez porque era calvo, tal vez porque era feo, tal vez porque era viejo, tal vez porque era grande, tal vez porque siempre parecía enojado, tal vez porque vivía solo o tal vez por todo eso junto, los chicos de la pandilla creíamos que el Señor Andrade era un ogro de esos de las fábulas, pero de verdad.
Sólo lo veíamos cuando salía al balcón; miraba pa´ lejos, a la nada, y se quedaba como pensando, quieto, inmutable. Pasaba unos minutos así y luego entraba, tal como salió, como un espectro penante. Los de la pandilla solíamos jugar al futbolín en la misma acera al frente de su casa de dos plantas y a veces, cuando salía al balcón, alguno que levantaba la vista para dar un cabezazo, lo encontraba y se le quedaba viendo; al momento los demás lo imitábamos y era cuando el partido se interrumpía a la espera que el ogro saltara sobre nosotros; pero el Señor Andrade nunca saltó del balcón, ni siquiera nos dirigió una mirada. Miraba hacia arriba, hacia las montañas, como buscando brujas volando en escobas o quién sabe qué.
El "Piquiña" decía que el hombre sólo salía de casa en la noche para cazar gatos y beberse la sangre de los borrachines que quedaban por ahí mal parqueados los fines de semana. Eso decía él y los demás le creían; menos yo, porque qué le iba a creer a un crío que a los nueve años todavía se tiraba pedos y se comía los mocos; aparte que su mamá no le dejaba salir por la noche, luego, ¿qué podría saber él de nada? En cambio yo creía, pero no se lo decía a los demás porque no me gustaba ser chismoso, que el Señor Andrade era un zombi; lo sabía por las ojeras púrpuras, por su caminar cansino y porque parecía estar mirando siempre para adentro de sí, como los ciegos.
Si le temíamos era por lo que nos imaginábamos de él, aunque en el fondo veíamos a ese monstruo vecino como a un león en su jaula, peligroso, pero inofensivo detrás de los barrotes. Para nosotros terminó siendo una especie de atracción de feria, un personaje de telefilme de horror serie "B" sin ningún alcance más allá de esa pantalla en que se convertía su balcón. Por eso, cuando me lo encontré en la tienda, fuera de su entorno natural, supe por primera vez cómo era helárseme la sangre en las venas.
Como todas las tardes, mi mamá me mandó a comprar el pan a la tienda de la esquina. Ya tenía la bolsa llena de medias lunas, molletes y pan de yucas cuando me detuve a ojear el último número del Asombroso Hombre Araña que se exhibía en una de las estanterías. Sabía que tenía poco tiempo, ya que si me demoraba mucho con la revista en la mano el gruñón de don Eugenio, el tendero, me regañaría con el consabido: "!que esto no es la biblioteca, niño!, si no la vas a comprar no la manosees, que se gasta". ¡Viejo pendejo el don Eugenio!¡A mal que me caía! Así que rápidamente pase las hojas y me enteré al vuelo del desenlace de la lucha entre el Hombre Araña y el Armatoste. Justo cuando don Eugenio me empezaba a mirar feo dejé la revista en su lugar apresuradamente; cuando di un paso atrás para retirarme fue cuando choque con él. Sentí tropezarme con una pared; cuando me giré y reconocí su rostro encaramado allá arriba a dos metros de altura, se me cortó la respiración y quedé congelado del miedo, ¡la bestia había salido de su casa!, ¡el zombi quería cerebros frescos y el mío era el primero de su jornada! Sin mediar palabra, el Señor Andrade tomo la revista del Hombre Araña, me miró arqueando las cejas y dijo: "¿La quieres?". Imagino que respondí que sí, porque el señor Andrade se dirigió al tendero y le dijo: "Cárgueme ésta también a la cuenta". "Claro Señor Andrade, a su servicio", respondió don Eugenio.
En ese instante supe no sólo que el Señor Andrade se llamaba Señor Andrade -porque hasta entonces ni a mi ni a los otros de la pandilla nos había interesado conocer su nombre-, sino también que no era ningún zombi; los muertos vivientes no compran huevos y frutas en las tiendas, ni le regalan revistas de historietas a los niños, ni mucho menos se despiden con una sonrisa.
Por supuesto, nada de esto les conté a los de la pandilla; yo no soy chismoso y pa´ qué, con lo latosos que eran, al pobre Señor Andrade le convenía mantenerlos más lejos que cerca.
Qué bonito cuento sobre los prejuicios a los que, desgraciadamente, nadie somos inmunes. Ni los niños, claro, o los niños menos que nadie pues les encanta (nos encantaba) alimentar historias truculentas.
ResponderEliminarPero el cuento, sobre todo, recrea deliciosamente los modos y sentires de la infancia. Conserva intacto el espíritu de aquel niño que, como todo niño, se aseguró un secreto tan beneficioso... ¿"Pa" qué iba a contarles a los de la pandillla la verdad? ¿"Pa" qué, si él no es chismoso? ¿"Pa" que el señor Andrade pueda llegar a comprarles un día a los demás una revista de historietas? ¡Ni hablar!
Me ha gustado muchísimo. Te felicito, Javier, ¿así es como debo dirigirme a ti?
Un beso, y encantada de leerte,
Celia,
Creo que todos tenemos en el historial de la infancia un "señor Andrade" sobre el cual hemos fabulado de lo lindo.
ResponderEliminarCon holgura y precisión te has podido meter en la piel de ese chico de 9 años como si aún estuviera en tu interior. Un encanto.
Cariños,
Rosario
Javier, un cuento precioso. Se pone más interesante aún, cuando plantea que la semilla de la discriminación, nace temprano. Las travesuras infantiles y la desmitificación del personaje a cargo del niño de nueve años, muy bien planteado.
ResponderEliminar¡Me ha gustado!
¡Suerte en el concurso!
Beso,
Alicia Nuria.
Magnífico me resulta este cuento Javier , que, sin querer pero queriendo, nos desnuda a todos los humanitos transformados luego en humanos que nunca perdemos eso tan nuestro. El recelo frente a lo desconocido y la necesidad siempre latente y que se nos adhiere, de cimentar una historia sobre “eso”. Sea lo que sea que se nos presenta, si no sabemos o no entendemos, ya idearemos de qué se trata. Si bien el lenguaje transporta a la niñez maravillosamente, la cuestión de fondo, insisto, nos revela a todos —o a casi todos— en el mientras vamos viviendo.
ResponderEliminarBienvenido Javier, un placer.
Un beso,
Adela
Buenísimo Javier, un relato que conlleva ternura y una pasaje de la niñez que te deja pensando. Qué bueno sería tomar conciencia de lo que podemos aprender de un niño no chismoso. Me gustó mucho, pero mucho.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
Bueno, Javier, me parece si se calla no es por no ser chismoso como sus amigos sino por no compartir los regalos de don Andrade. Más allá de eso, comprensible también, está muy bien escrito. Es divertido y tiene algo de misterio que hace que una lo lea de corrido para saber cómo termina.
ResponderEliminarFelicitaciones y bienvenido!!
Cariños
Lulú
Javier, magnífica interpretación de la mente de un niño cuando se enfrenta a hechos cargados de tanta fantasía. Y que sin duda sin dicha fantasía, el pobre Don Andrade hubiera pasado totalmente desapercibido. Cariños, bienvenido a la villa
ResponderEliminarPreciosa la voz que le diste a tu narrador, por momentos me pareció la del adulto que relata su percepción del niño que fue, por momentos aparece la ingenua picardía del niño que es. Hermosísimo, Javier. Un placer que estés entre nosotros,
ResponderEliminarAle
Muy bien escrito este cuento que parece recrear anécdotas de una vida real. Las caracterizaciones de los personajes me parecieron perfectas.
ResponderEliminarSaludos.
Rolando
QUE LINDO MENSAJE DEJASTE CON TU CUENTO- NOS HIZO VOLVER A REVIVIR ESOS AÑOS DE PICARDIAS Y CELOS Y SENTIRNOS IMPORTANTES POR SABER GUARDAR UN SECRETO- UNA TERNURA- ABRAZOS TERESITA
ResponderEliminarEste relato nos transporta al mundo de la infancia tan lleno de fantasías, donde no faltan monstruos ni hadas y las casitas podemos imaginarlas de turrón; y los "intereses particulares de los niños" -ahí el punto- los pequeños que en su interior ya van forjando al hombre adulto. Es un cuento fantástico, uno por lo tierno y otro por lo profundo.
ResponderEliminarFelicitaciones y bienvenido Javier, un verdadero gusto. Suerte con el concurso.
Martha