Terry levantó el hocico, lo movió de izquierda a derecha, recomenzó el movimiento como si estuviera leyendo y llegó a la conclusión de que, en breve, llovería.
Tieso, con la cola caída y recta, parecía una bella estatua a la que la leve brisa le hamacaba los pelos del pecho. El setter olfateaba ese inconfundible olor a tierra mojada que reconocen quienes alguna vez han paseado por el campo. Enterró su hueso, dio varios rodeos al paraíso, hizo lo que el árbol esperaba de él, y displicente, se metió en la cucha con sus tiernos ojos mirando el sur.
Había mucho movimiento en la casa, cosa que tampoco le pasó desapercibida. Como todo cachorro era muy juguetón, pero había aprendido que si pretendía cómplices para sus correrías debería esperar.
La familia había decidido ir a la casita que tenían en la costa del río Coronda. Todos parecían hormigas en su camino al auto, cargados con cajas y bolsas.
Mimí estaba seria. En parte, le disgustaba estar dos días preparando los bártulos, desarmándolos nomás llegar para hacer el recorrido inverso apenas dos días después. La rutina, tan amiga suya, se quebraba el viernes y de cualquier detalle que faltara, ella sería la única responsable. ¿Por qué? Porque así era y había sido.
Ese fin de semana fueron con dos familias amigas, además del Terry que viajaba en la última camioneta de la caravana, parado, como vigilando que “su” auto estuviera más adelante.
Para llegar había que atravesar caminos arenosos coronados con eucaliptus altísimos, rodeados de frutillas, zapallos y enormes sandías que esperaban el sol del verano para madurar.
Una vez estacionados los coches, chicos y perro corrieron hacia la playa; los hombres se calzaron al hombro espineles, cañas, trasmallos y partieron en las canoas.
Las tres mujeres se encargaron de ordenar la pequeña mudanza y comenzaron a preparar el fuego. No creyeron que la pesca fuera fructífera, por lo que dejaron el asado sobre la mesa. Recogieron ciruelas y duraznos que guardaron en la heladera y se sentaron bajo el olivo mirando el río, hablando de hijos y finanzas, asuntos concretos, jamás de “bueyes perdidos”.
Después de comer, carne de vaca por supuesto, se repitió la escena con los elementos para pescar, sólo que esta vez se escucharon viriles voces prometiendo traer desde mojarritas hasta surubíes para la noche.
Bajo las estrellas, iluminados por cientos de luciérnagas y un coro de ranas que envidiarían los Niños cantores de Viena, jugaron a las cartas, se rieron y disfrutaron de un riquísimo guiso carrero. El río estaba crecido, tumultuoso, pero avaro.
De madrugada, un sol pálido, como pintado con el único lápiz amarillo que había, se asomaba entre algunas nubes rechonchitas, nada peligrosas.
Para esos hombres, americana fusión de Calabria y Euskadi, ya la pesca era una cuestión de honor, lo mismo daba que sirviera para la parrilla, cacerola o sartén. Y a la voz de “aura”, las islas del Paraná abrieron sus brazos.
Los chicos fueron a juntar frutillas en la quinta de atrás bajo la mirada del chacarero, que les indicaba cuáles recoger y cuáles no. Les enseñaba, inconsciente de ello, a ser pacientes.
Las mujeres cambiaron la sombra del olivo por la del higuerón, que no era el guapo’y porque no asfixiaba a nadie, simplemente lo llamaban así.
Mimí se aburría. Miró el cielo que ya tenía tonalidades grises y lilas. Bajó la vista al río y notó que comenzaba a encresparse. Las totoras se inclinaban obedeciendo al viento sur. Pensó en las canoas con inquietud creciente y se incorporó resuelta a ocupar su tiempo antes de que lloviera. Buscó en el galpón una caña de pescar y se dirigió, seguida por sus intrigadas amigas, hasta la orilla escarpada.
Nunca se había metido en el río, tampoco había visto un anzuelo a menos de medio metro, de la carnada apenas conocía el nombre y el olor a tripa podrida.
Haciendo arcadas, logró su objetivo y lanzó la tanza lo más lejos de la orilla que pudo.
Terry se acercó inquieto porque la tormenta se les venía encima. Detrás de él, los chicos gritando: ¡Mimí va a pescar! Ella era ahora la novedad. Había conseguido entretener y paliar la espera.
En el silencio, el oleaje se escuchaba tenebroso. Allá lejos, la otra orilla lucía relámpagos y cortinas de lluvia.
Sintió el tirón justo cuando dejó de ver la boyita roja. Se asustó, quiso levantar la caña pero no pudo. Otra sacudida la hizo trastabillar.
Entonces, esa platea que se mantenía callada y quieta, se puso en movimiento. En fila, tomándose de atrás por la cintura todos ayudaron para que no se cayera. Finalmente, el rey del río aterrizó boqueando y retorciéndose, aceptando su derrota.
Con el primer chaparrón llegaron los hombres cargando un par de bogas como consuelo, diciéndose felices que eran riquísimas a la parrilla.
Sin fotos que prueben el tamaño del dorado que pescó Mimí ni muestren las caras de ellos cuando lo vieron, tendrán que creer en mi palabra, porque el Paraná ha cambiado, ya no regala dorados por aquí y los protagonistas se fueron río abajo.
Tieso, con la cola caída y recta, parecía una bella estatua a la que la leve brisa le hamacaba los pelos del pecho. El setter olfateaba ese inconfundible olor a tierra mojada que reconocen quienes alguna vez han paseado por el campo. Enterró su hueso, dio varios rodeos al paraíso, hizo lo que el árbol esperaba de él, y displicente, se metió en la cucha con sus tiernos ojos mirando el sur.
Había mucho movimiento en la casa, cosa que tampoco le pasó desapercibida. Como todo cachorro era muy juguetón, pero había aprendido que si pretendía cómplices para sus correrías debería esperar.
La familia había decidido ir a la casita que tenían en la costa del río Coronda. Todos parecían hormigas en su camino al auto, cargados con cajas y bolsas.
Mimí estaba seria. En parte, le disgustaba estar dos días preparando los bártulos, desarmándolos nomás llegar para hacer el recorrido inverso apenas dos días después. La rutina, tan amiga suya, se quebraba el viernes y de cualquier detalle que faltara, ella sería la única responsable. ¿Por qué? Porque así era y había sido.
Ese fin de semana fueron con dos familias amigas, además del Terry que viajaba en la última camioneta de la caravana, parado, como vigilando que “su” auto estuviera más adelante.
Para llegar había que atravesar caminos arenosos coronados con eucaliptus altísimos, rodeados de frutillas, zapallos y enormes sandías que esperaban el sol del verano para madurar.
Una vez estacionados los coches, chicos y perro corrieron hacia la playa; los hombres se calzaron al hombro espineles, cañas, trasmallos y partieron en las canoas.
Las tres mujeres se encargaron de ordenar la pequeña mudanza y comenzaron a preparar el fuego. No creyeron que la pesca fuera fructífera, por lo que dejaron el asado sobre la mesa. Recogieron ciruelas y duraznos que guardaron en la heladera y se sentaron bajo el olivo mirando el río, hablando de hijos y finanzas, asuntos concretos, jamás de “bueyes perdidos”.
Después de comer, carne de vaca por supuesto, se repitió la escena con los elementos para pescar, sólo que esta vez se escucharon viriles voces prometiendo traer desde mojarritas hasta surubíes para la noche.
Bajo las estrellas, iluminados por cientos de luciérnagas y un coro de ranas que envidiarían los Niños cantores de Viena, jugaron a las cartas, se rieron y disfrutaron de un riquísimo guiso carrero. El río estaba crecido, tumultuoso, pero avaro.
De madrugada, un sol pálido, como pintado con el único lápiz amarillo que había, se asomaba entre algunas nubes rechonchitas, nada peligrosas.
Para esos hombres, americana fusión de Calabria y Euskadi, ya la pesca era una cuestión de honor, lo mismo daba que sirviera para la parrilla, cacerola o sartén. Y a la voz de “aura”, las islas del Paraná abrieron sus brazos.
Los chicos fueron a juntar frutillas en la quinta de atrás bajo la mirada del chacarero, que les indicaba cuáles recoger y cuáles no. Les enseñaba, inconsciente de ello, a ser pacientes.
Las mujeres cambiaron la sombra del olivo por la del higuerón, que no era el guapo’y porque no asfixiaba a nadie, simplemente lo llamaban así.
Mimí se aburría. Miró el cielo que ya tenía tonalidades grises y lilas. Bajó la vista al río y notó que comenzaba a encresparse. Las totoras se inclinaban obedeciendo al viento sur. Pensó en las canoas con inquietud creciente y se incorporó resuelta a ocupar su tiempo antes de que lloviera. Buscó en el galpón una caña de pescar y se dirigió, seguida por sus intrigadas amigas, hasta la orilla escarpada.
Nunca se había metido en el río, tampoco había visto un anzuelo a menos de medio metro, de la carnada apenas conocía el nombre y el olor a tripa podrida.
Haciendo arcadas, logró su objetivo y lanzó la tanza lo más lejos de la orilla que pudo.
Terry se acercó inquieto porque la tormenta se les venía encima. Detrás de él, los chicos gritando: ¡Mimí va a pescar! Ella era ahora la novedad. Había conseguido entretener y paliar la espera.
En el silencio, el oleaje se escuchaba tenebroso. Allá lejos, la otra orilla lucía relámpagos y cortinas de lluvia.
Sintió el tirón justo cuando dejó de ver la boyita roja. Se asustó, quiso levantar la caña pero no pudo. Otra sacudida la hizo trastabillar.
Entonces, esa platea que se mantenía callada y quieta, se puso en movimiento. En fila, tomándose de atrás por la cintura todos ayudaron para que no se cayera. Finalmente, el rey del río aterrizó boqueando y retorciéndose, aceptando su derrota.
Con el primer chaparrón llegaron los hombres cargando un par de bogas como consuelo, diciéndose felices que eran riquísimas a la parrilla.
Sin fotos que prueben el tamaño del dorado que pescó Mimí ni muestren las caras de ellos cuando lo vieron, tendrán que creer en mi palabra, porque el Paraná ha cambiado, ya no regala dorados por aquí y los protagonistas se fueron río abajo.
QUE LINDA HISTORIA LULU- Y QUE BIEN CONTADA!- PASO A PASO PARTICIPE DE ESE FIN DE SEMANA- Y ME REI DEL CHASCO DE LOS "HOMBRES" J
ResponderEliminarE-JE- SEXO DEBIL- ¡VAMOS!- FELICITACIONES tERESITA
Lulú,
ResponderEliminarToda la ambientación del relato es excelente.
Los diferentes roles perfectamente delineados.
Un cuento ameno.
¡Muy bien escrito!
¡Suerte en el Concurso!
Beso,
Ali Nuri
¡Lulú, me llevaste a mí también a esa excursión familiar! Avivaste los hermosos recuerdos que tengo de Santa Fé, de su exuberancia, de las frutillas de Coronda, del dorado a la parrilla y de su olor a río tan rico y húmedo. Una historia preciosa, el Terry una ternura, también. Mucha suerte con tu precioso cuento, un beso!
ResponderEliminar¡Lulú! Otro cuento más que precioso. Por los detalles, que todos, desmenuzados, hacen que se componga todo el paisaje con absoluta nitidez y en movimiento. Escrito divinamente con todos los sentidos. ¡Cómo huele!
ResponderEliminarEl perro que siempre sabe todo, el hartazgo de Mimí por la rutina, esos hermosos caminos arbolados, los roles a ¿cumplir? , y tanto más, hasta el quiebre de la rutina, y el chau a los roles masculinos, que siempre habían sido así, hasta que Mimíiiii, transgredió y coronó su iniciativa, nada más ni nada menos que con un dorado, de cuyo tamaño, no tengo ninguna duda. Es que fue pescado por una mujer, llamada Mimí.
Felicitaciones mil, Lulú,
Un beso,
Adela
Bueno, bueno... parece que todas sentimos parecido. Nos llevaste de paseo y pasamos un fin de semana bárbaro, un poco como Terry y otro poco haciendo fuerza junto con Mimí.
ResponderEliminarPrecioso tu relato, Lulú, un abrazo grande,
Ale.
¡Qué cuento tan bonito! Tus personajes son siempre tan humanos y por eso mismo tan especiales... Y el perro, y hasta los peces rindiéndose al relato, y los paisajes también, porque todo se hace flexible en tus historias, todo acontece con una naturalidad y una facilidad admirables.
ResponderEliminarEs un cuentazo, Lulú.
¡Te felicito!
Un beso,
Celia,
P.D. Traidora...¡te has pasado al bando de los "sabios"! Mírala, ilustrando los cuentos con fotos y todo, ja, ja, ja, ¡qué espabilada!
Dos cosas me gustan de este cuento: la descripción de los roles establecidos y el consecuente cambio de roles.
ResponderEliminarComo siempre, me encanta la presencia de un animal como elemento que reúne el relato.
Cariños.
Rosario
Tu especialidad Lulú es pintar los personajes de tal manera que sean reales o no son absolutamente creíbles. Hermoso relato con descripciones que te llevan a disfrutarlo aún más. Suerte. Me gustó mucho, pero mucho.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
Hermoso, Lulú, fresco, tierno y con el Paraná como uno de sus protagonistas. ¡Un dorado! Se me hace agüita la boca, como dice una canción.
ResponderEliminarTu cuento me trae muchos recuerdos de niñez y adolescencia.
Un beso.
Rolando
Preciosa estampa de un dia de campo, no faltó nada ni siquiera demostrar sin "querer" la supremacía de las mujeres- encantador- abrazos Teresita
ResponderEliminarLulú, aplausos para este cuento que muestra las delicias de una excursión pegadita, ahí nomás cerquita del Paraná, y el dorado de Mimi...?! que te digo... ¡jajaja! imagino las caras de los hombres. Éstos cuentos son tu especialidad, así que te deseo el mayor de los éxitos. Me encanto!
ResponderEliminarUn beso,
Martha