Octubre. 2010
-Caimanes en las alcantarillas neoyorquinas, el cadáver congelado de Walt Disney, la chica de la curva… Puras patrañas, una colección de leyendas urbanas que siempre me han parecido ridículas pero necesarias. ¿O acaso no es necesario alentar una pequeña dosis de misterio en nuestras mentes anestesiadas? Y aunque, como en mi caso, estos esoterismos de pacotilla nos provoquen hilaridad, hay que reconocer que sirven para pasar el rato y amenizar conversaciones que, de otra forma, girarían alrededor de los mismos tocones muertos y podridos que jalonan nuestras rutinas.
Una dosis de misterio es necesaria, por supuesto. Y deseable. Y estimulante…
…Me llamo Sonia Aranguren, tengo cuarenta y cinco años y voy camino de una pequeña población denominada Aldeanueva que, según me he informado, hace siglos dejó de ser una simple aldea, razón sobre la que se afianza y deduce la doble mentira de su nombre.
Ignoro a qué distancia estoy de mi destino. Por sus características de extrema sinuosidad, pésimo asfaltado y nulos servicios, la palabra carretera es una hipérbole si con ella designamos a la estrecha cinta sobre la que hasta hace unos minutos transitaba con mi auto de alta gama y potente cilindrada que nunca debí comprar porque no me ha dado más que disgustos. Quizá sea un auto maldito, si es que existen los autos malditos, y si con esta suspicacia estoy potenciando el germen de una nueva leyenda urbana sólo puedo añadir que me tiene sin cuidado.
Lo que la razón me dicta es que en el combustible flotan algunas impurezas que impiden su normal llegada al carburador. Lo que la sinrazón me insinúa es que el vehículo se ha detenido precisamente aquí porque aquí precisamente tenía que detenerse. Como quien dice, por causa de un “fatum”. La noche, que hasta hace unos instantes sólo acechaba, se ha cerrado y me ha encerrado en su negra solemnidad. Tengo una linterna, una manta de viaje, una botella de agua y desde hace diez minutos la compañía de un fantasma. Es posible que sea la mundialmente famosa chica de la curva aunque no podría afirmarlo con rotundidad pues aún no le he preguntado al respecto.
Pongamos las cosas en su sitio desde el principio: la chica de la curva, si es que de ella se trata, dejó hace tiempo de ser una chica, quizá tanto como Aldeanueva dejó de ser una aldea y, por tanto, nueva. En su favor diré que desconozco desde hace cuánto se convirtió en fantasma y si la muerte permite, como su envés la vida, el dudoso honor del envejecimiento. Digamos que la chica ya ha dejado atrás la treintena y que, además, es poco agraciada. Tiene, eso sí, unos ojos cautivadores pero, ¿quién no se sentiría cautivado ante la mirada de un fantasma?
Es justamente por sus vulgares rasgos por lo que he corroborado que esta mujer que me ha venido a visitar quién sabe con qué fines no es un producto de mi imaginación. Si lo fuese, se correspondería con fidelidad a la idea que yo tenía preestablecida de la chica de la curva: muy joven, muy guapa, y vestida con una especie de túnica blanca vaporosa.
La túnica blanca vaporosa, si bien ajada y algo sucia en los vuelos –son muchos años de oficio, me digo- sí la viste aunque de forma desmañada y sosa.
Tampoco sé por dónde ha venido. Simplemente, en un momento dado, ha aparecido a mi lado. He girado la cabeza y allí estaba, de pie, muy seria, mirándome con sus ojos de alucinada. Si no pensase que es un fantasma creería que se ha fugado de una fiesta psicodélica tras haberse fumado unos porros de más.
No habla y no parece que vaya a modificar su actitud de mutismo que, francamente, me está comenzando a hastiar.
He probado con la provocación directa: “¿A qué has venido, a pedirme precaución? ¿Es que piensas que en este camino de cabras alguien puede pisar el acelerador? ¿O me vienes a comunicar que ya he sufrido un accidente hace unos minutos y he pasado a formar parte de tu mundo de ultratumba? Porque, permíteme aclarártelo, no me vas a convencer. Reserva tu actuación para los crédulos y olvídame.”
También lo he intentado con buenas palabras. “¿Podrías decirme, por favor, quién eres, de dónde vienes y, sobre todo, qué se supone que haces a mi lado?” Pero, ni por las buenas ni por las malas, ella persevera en su silencio y en su fija mirada estupefaciente.
Me gustaría decir que tengo miedo. Todo a mi alrededor conspira para que lo sienta: el silencio impenetrable, la densa oscuridad, las formas que, en mayor grado de negrura que la propia noche, se agitan en las lindes de la ruta movidas por un viento inexistente. Y ella, sobre todo ella y su pertinaz presencia. La chica de la curva o quienquiera que sea.
Pero no tengo miedo y me gustaría tenerlo. El miedo, estoy convencida, me haría reaccionar de algún modo; el miedo me liberaría de esta sensación de dejadez que me embarga, de este embotamiento de los sentidos que no es sueño ni cansancio sino una especie de íntima claudicación. ¿Será eso lo que ella quiere? ¿Que me deje arrastrar por esta pereza de los sentidos para ganar mi voluntad y llevarme a su mundo de espectros? Si me duermo, ¿despertaré habiéndome convertido en una cuarentona errante que vaga por las rutas ataviada con una túnica y con aspecto de haber participado en algún Woodstock ultraterreno?
Con el objeto de no rendirme, hablo. Hablo y hablo. Le hablo a ella y le cuento cosas de mi infancia. Le cuento cosas que jamás le había contado a nadie y no sólo de mi infancia sino de todas las etapas de mi vida. Me doy cuenta de que le hago confesiones que nunca me había hecho a mí misma. Ella calla. Me mira y calla, pero no parece molesta por mi cháchara.
Algo indefinible me impele a hablar más. A ratos lloro y a ratos río; a ratos me enojo y otros me pongo alegre, casi eufórica, casi borracha. Y ella calla. Y me mira. Y no parece molesta.
La noche se cierra más y más me encierra en su negra solemnidad. Ya no me quedan palabras, ya lo he dicho todo, no puedo hacer más que intentar por enésima vez arrancar el auto que, inopinadamente, ahora se pone en marcha a la primera.
La dejo allí, de pie, quieta, mirándome, y yo, colmada de una extraña serenidad, recorro un trecho por esa ruta a la que el nombre de carretera le viene tan grande.
“Aldeanueva 4 kilómetros”, reza un cartel en la margen. Dentro de unos minutos llegaré a la engañosa población, al hotelito que he contratado y dormiré. Y mañana, temprano, cuando me levante, me asee y desayune, recordaré el motivo de mi viaje a esta pequeña ciudad cuyo nombre se compone de dos mentiras.
Estoy segura de que mañana sabré por qué he venido… Antes de detenerme lo sabía…
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Octubre. 1965
-La niña llora, ¿por qué lloran los bebés cuando duermen? ¿Qué puede soñar un bebé?
-Déjala, no le ocurre nada, debe de ser algo normal, mira, ya se le pasa, ¿ves?, ya vuelve a quedarse dormidita.
-¿Has escondido la carta?
-Sí, tranquilo. No hay ningún papel que pueda relacionarla con esa población y ya no lo habrá nunca… Aldeanueva… Ese nombre no debemos pronunciarlo en su presencia jamás, ¿lo entiendes? ¡Nunca! La niña es legalmente nuestra, nuestra, y sólo nuestra.
-Mírala, vuelve a llorar.
-A soñar…
-¿Con qué soñará si no tiene pasado?
-Ella no, pero “ella” sí…
-Esa “ella” ya no cuenta…
Recuerdo este cuentazo, Celia, el clima, los recovecos del pensamiento del personaje, ese final inesperado...
ResponderEliminarQué bueno que lo hayas publicado en este rinconcito que poco a poco se va poblando y que promete tener un futuro difícil de imaginar.
¡Seamos todos bienvenidos!
Un beso.
Pitu
Otro cuentazo de Celia, con un final demoledor.
ResponderEliminarEsa frase destroza y hace que uno vuelva al principio, para leerlo una y otra vez.
Gira, porque es un cuento redondo y porque sigue pasando, Celia.
Por supuesto, que lo que más me alegra es que volvamos a estar juntos, ya irá llegando el resto, vas a ver...
Besotes
Lulú
Celi, ¡Holis! El misterio riega este círculo perfecto, en que se convierte este excelente cuento.
ResponderEliminarBeso,
Ali, Nuri
Excelente cuento, qué bien te sientan los anacornismos bien hechos porque a mí no me salen, nunca supe por qué.
ResponderEliminar...........................................
-Anacronismo es mala palabra, no vuelvas a decirla.
-Pero ¿qué tiene de malo?
-Los chicos de seis años no dicen esas cosas.
-Sí señorita.
-Y lávese la boca con jabón, habráse visto...
Excelente relato Celi la protagonista lo cuenta casi naturalmente y te va llevando a un final que pega fuerte también natauralmente. Me super gustó.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
¡Cuentísimo cuentísimo! Las leyendas urbanas, y en este caso particular, Celi, la leyenda de la chica de la curva —no la conocía—, como elemento introductorio de este cuento, por la forma y el fondo, lo hace más que estupendo. Las reflexiones de Sonia, una divinura. La idea del retorno, el debate interno entre razón y sinrazón, la no creencia y la creencia, los cambios, la duda, el secreto, el encuentro, la imaginación, y tanto más, todo todo presente en este más que cuentísimo.
ResponderEliminarUna maravilla para guardar,
F e l i c i t a c i o n e s
Un beso,
Adela
Cuánto placer volver a leer este cuento porque le he vuelto encontrar pasajes que me alegra repasar, es increíble tu talento, Avispita. Celebro tenerte otra vez cerca, muchos besos
ResponderEliminar¡Ay, Celia! Qué alegría, de verdad, cuánta alegría tenerte aquí.
ResponderEliminarEs hermoso tu cuento. Ella, Sonia, no tiene miedo, pero yo, a las dos menos cuarto de la madrugada, me paré a cerrar la ventana porque me dio una sensación de "mirada en mi nuca". El clima de esa carretera es tremendo. Y, a pesar del "susto", tu referencia a Woodstock me hizo sonreír, casi cómplice, casi haciendo fuerza para que ese auto le arranque y ya.
El diálogo final: Me sacó, me sacudió y me volvió a Sonia con deseos de cuidarla tanto como lo hiciste vos con este relato para el alma.
¡Bravo y gracias!
Ale