martes, 31 de mayo de 2011

Consigna

Hola a todos.

No es mi turno de proponer consigna, pero si sirve para despertar las musas mientras se manifiesta José Luis o quien le sigue en la lista, les propongo dos disparadores:
-        En el fondo tenía razón
-        El problema con el amarillo pálido de los pepinos
Si no corresponde, no duden en ignorar o eliminar este post.
Salurieldos y buenas noches,
Ale

lunes, 30 de mayo de 2011

ACERCA DE MI ...y de aquello que no se ve.



A veces la vida nos pone frente a las cosas que queremos y en realidad no nos chocamos contra las cosas, sino contra la dura pared del error que construimos delante nuestro.

Es difícil volver al punto de partida, pero una vez que trascendimos, debemos apagar la nostalgia como se apaga la luz y quedarnos con el resultado de esa soledad, tan abstracta como ingenua, que nos damos a diario. Otra vez plantearnos objetivos, recurrir a la fuente.

En sí, somos la mitad de un problema y la mitad de una solución y nos pasa como a la luna, tenemos un lado que se conoce y otro que no se ve, y solo algunas personas -o algunas estrellas- pueden dar cuenta de eso.

Creo que esas personas -o esas estrellas- están a nuestro alcance y en lo particular me gustaría dar con una de ellas, animarnos a reconocer ese lado reservado, ese que todos tenemos y que nunca o tarde llegamos a descubrir en el otro. Ese lado creo, conduce a "eso" que todos buscamos. De hecho, nos hacemos internautas por circunstancias de ESTA NECESIDAD.

Veamos entonces de que se trata todo esto [pues siempre será para nosotros algo más que un esmerado y bien intencionado juego de palabras "gánicas" ] …a veces este juego no llevará el curso que uno espera, ni tendrá el final que uno quiere (o sí).

No importa quien este del otro lado, lo bello y lo verdadero se expresa y se percibe ...y solo ocurre este fenómeno cuando nos hacemos “receptivos”.





Gracias por permitirme estar con uds.
Marcelo (deleted) ...amigo de la palabra.

CUENTO TREN - CAP. 9 - ...TESTER DE ADN EN VILLA CIMERA.

Dora Dusseldorf estaba desayunándose en la oficina de la morgue con la asesora del Juez... había algo que ahí no podía terminar de digerirse… -Porqué no me dejó hablar doctora le estaba dando la noticia al comisario de lo que descubrimos con el nuevo tester de ADN.
-Pero estás loca! como vas a decirle a Achával que Griseldo es el hijo de Zalaberry! querés que le agarre un ataque de ira y salga disparado para las calles!

-Doctora ahora que tenemos el testeador podemos aclarar muchas cosas que pasaron en este pueblo entiende? La muerte del marido de Doña Juana Hidalgo, eso vamos a poder aclararlo y si hubo algo entre Carmen y Zalaberry, el comisario se va a sentir interesado.

-Ni se te ocurra sugerirlo! No tenés la menor idea de lo que puede llegar a pasar aquí vos te crees que si se da a conocer que Ernesto, Nélida y Zalaberry son hermanos por línea paterna y encima que este maldito terminó embarazando a la mujer del hijo del comisario y siendo el padre de Griseldo… No me cabe en la cabeza! Esto se torna alarmante Dorita.

No ves, no es casual que Montes haya inventado lo de la huella digital, lo hizo para liquidar el tema. Nena… no lo prejuzgues a Montes, que ya le sacó muchas papas del fuego al juzgado …y al pueblo. Hay que tener cuidado, si se filtra algo de esto, se nos viene el periodismo encima y nos vamos a transformar en un pueblo escabroso. …Andá a buscar a Teresa para que nos oriente un poco sobre la historia de ese marido que tuvo -ese tal “Santos”- pero sin decir una palabra a nadie en el camino eh. Y avisale cuando lo ves al Comisario que mañana a primera hora se acerque con Montes que tenemos que hacer encuadrar ese informe que pidió el alcalde sobre las cloacas y la composición poblacional de la Villa.
Dora caminaba atolondrada, apresuradísima, y miraba para arriba como pidiendo al cielo que se terminara todo, ya era demasiado como para seguir encontrando más. Se acordaba de lo que el Dr. Montes le había enseñado en ese curso sobre investigación forense …si encontrás algo, seguí buscando, porque seguro que hay más, le resonaban las palabras y decía para adentro …si que sabe el pelado.

Así es, el Comisario ya sabía que la tercera huella no era digital, sino genética y Dora al fin cayó en la cuenta de que Achával y Montes se habían puesto de acuerdo en disipar las cosas, sabían de la filiación entre Ernesto y Zalaberry, y todo eso iba a traer cola en el pueblo.
Claro, por eso el comisario detuvo de inmediato a René Giudici cuando estaba ahí encima del muerto …tenía que inventar un motivo para sacarle sangre al recién llegado. ¡Si seré boluda! …y ahora van a querer levantar la tumba del marido de Teresita. Lindas encrucijadas vamos a tener acá.

Una oleada de pájaros trinando escapaba del ruido de las sirenas de los bomberos al tiempo que un ventarrón hacía girar los carteles anticipando una tormenta. Esa hilera de humo trepaba y desolaba toda la zona, habían prendido el contenido de todas las bolsas que salían del hospital en el campo abierto que daba el bosque. Dora se desvió hacia la parte sur y se metió por el pequeño barrio de los frutales para entrar a la ruta asfaltada, de ahí le dio derecho por el camino ripioso que llevaba a la zona donde habitaban los que vivían en cabañas.
Ya casi estaba arribando a lo de Teresa, la madre de Ernesto. ¿La madre de Ernesto? ¿Ernesto el hermano de Nélida? ¿Nélida el hermano de Zalaberry?... Paró la moto enfrente de la casa al costado del sauce y dejó en el sidecar las antiparras junto al sobre con las muestras de ADN de Zalaberry y Griseldo. Cruzó la quinta y para su sorpresa vio que había más gente de lo común. ...Que hace aquí el Comisario, el cabo Gómez y Juana Hidalgo?

Como quien no quiere la cosa y con una expresión inocentona manda la reverencia: …Comisario! …Doña Juana! …cabo! …buenas tardes como les vá? …pero que hace tan distinguida gente por aquí que raro todos en casa de Teresita …alguien cumple años aquí y no avisan?
Dora sabía que tenía que disimular porque se le juntaba todo, hizo como que no registró a Nélida y se puso al lado de Achával como para ver qué estaban haciendo ahí.

-Hola querida aquí estamos respondió Juana Hidalgo mientras miraba de reojo a Teresa que se iba aproximando con una carpeta llena de papeles …ya lo ves …el comisario me mandó buscar para que le cuente ahora quien esconde la ropa de los muertos en este pueblo, como si nadie lo supiera. Parece que el joven que viene aquí por las noches a frecuentar a Nélida tiene que ver con la muerte de mi marido.
-Y ud como sabe todo eso!?

-Querida… si a mí me dieran un sueldo ya mismo te enseño quien es quien acá en este pueblo. Que vos no sabías que Ernesto tiene un hermano que es medio tarado viviendo en el pueblo de al lado? el mismo que te acabo de contar, el que anda atrás de Nélida. No sabías que Teresa es mi prima? Y que el marido de mi prima, el padre de ese hermano que tiene Ernesto fue un tal ”Santos” …y que Dios lo tenga bien enterrado… y los gusanos no se olviden de él, fue el que le lleno la cabeza a mi marido para hacer un viaje a la Villa de los Cocos porque decía que ahí había un molino de aceitunas para explotar … y a los dos días José apareció muerto flotando adentro del tanque de aceite, vos no sabes eso? Si no lo sabes yo te pongo al tanto, vos estarías estudiando allá en buenos aires cuando pasó eso.

Dora ya no entendía nada, echó la mandíbula para adelante, y con gesto obtuso dirigió lentamente la mirada hacia Achával que estaba medio agachado apoyando con la rodilla sana mirando lo que estaba cavando Gómez. Le dice con voz agotada y pronunciando su propio inglés: -What japen?
-Ahora te cuento, esperá que encuentre algo que busco y te cuento.

Dora inspiró un poco y acortó más la distancia, se acercó casi al oído …Gordo, por favor te pido, no te vayas a enojar …La Dra. Millane dice que quiere encontrarse con vos y con Montes mañana, y me mandó a preguntarle a Teresa sobre el plano de la casa y su relación con el pozo ciego.
–Ta. Decime che que me querías contar de Montes.

–Nada nada nada …tranquilo, mejor habla con él, que ustedes se van a saber entender. Yo ya hice de boluda, me equivoqué cuando te llamé..

-Bueno dale apurá con la pala que se viene la tormenta. –Si comisario mire, ya vamo sacando algo acá eh …hay olor a podrido hay.
Nélida estaba agazapada ahí cerquita, sentada detrás de un montículo de ladrillos y alambrado, temblando de miedo. Ya se veía venir que la iban a culpar de algo, se apretaba la panza con las manos, estaba perturbada y tiritaba … m… m… m… mmm… no paraba de gemir y de balancearse de atrás hacia delante una y otra vez. A su lado Teresa Matilde Urriaga, su criadora, su madre, que no era su madre sino, la madre …de su hermano.

Bueno, en vista que el muerto no declara ya me voy para otro entierro dice el comisario levantándose, mientras se pone la camisa de vuelta adentro y sube hasta el cuello el cierre de la campera. –ché Nélida vos pusiste todo eso ahí? Decime no tengas miedo.
Nélida no le temía al comisario porque si bien era un tipo cabrón, también tenía una parte cálida, y esa parte la usaba con ella. –Mmmm!! le respondió, agitando el osito que se había ganado en la Kermese el mes pasado …si.

El comisario la acarició en la cabeza y salió de ahí. –Bueno Gómez! Vámonos de acá que tenemos un trabajito pendiente. Me parece que aquí …los locos van a terminar acusando a los locos de cuerdos y los cuerdos van a terminar acusando a los cuerdos de que están locos.
-De donde sacó eso comisario?

-Lo leí en una novela policial, después te la presto.
-Comisario ...yo me voy al Juzgado de Instrucción, dejé ahí la carpeta que tiene los antecedentes de Zalaberry.

-Zalaberry y Santos -que par de pájaros estos dos che- acercate a la casa de Montes y decile que termino con Teresa y voy para allá. Decile que vaya poniendo algo al horno. Y vos quedate también …vas a hacer el café? –Obvio! M…m!!

Siempre hay algo particular en la historia de todo pueblo y Villa Cimera no sería una excepción. Se trata de un pueblo prácticamente nuevo, en plena construcción, no es muy próspero, pero tiene un paisaje tranquilo, y a medida que fueron llegando sus primeros habitantes, fueron asentándose en función de su conveniencia territorial. Hay buenos árboles para la leña, y la tierra es bastante fértil, pero por diversos motivos aun no se hicieron estudios sobre la salinidad y la capacidad fertilizante de esta zona. También se notó que el cementerio está ubicado al revés de lo habitual en un pueblo, parece que no se tuvo en cuenta el hecho de que no debería estar asentado en una zona alta, los desagues llevan residuos que coinciden con el drenaje de la ciudad. Como en muchas casas aún falta el agua corriente y el diseño de cloacas no se formalizó, pues falta el proyecto, cada habitante construye entonces según su necesidad, y ubica el pozo de acuerdo a como orientó la casa. El negocio aquí en la Villa es la plantación de frutilla y haba. Hay mucho consumo local y buena venta a los pueblos vecinos. Si bien recién ahora el alcalde de la Villa mandó a buscar a buenos aires unos ingenieros civiles, le pidió por otra parte al médico forense que le acerque algún informe sobre cómo se constituye la población y cuántos muertos hay. Son muchas las preguntas que se hacen algunos habitantes de aquí. Por ejemplo ¿Que fue de la secretaria del alcalde, la que fue mordida por un perro en el entierro de la mujer del Comisario? No dijeron más nada, y hace rato que nadie trae noticias del pueblo donde se la atendió. Y porqué no fue aprobado el presupuesto para contratar esa empresa que se iba a encargar de recolectar los residuos patológicos que salen del hospital de la Villa para luego enterrarse en el cementerio? Y ¿Cuándo van a construir el acueducto que desvía el agua que sale del cementerio? Había una suerte de paranoia en la Villa… todavía nadie había recabado en el gusto extraño que tenía el agua de la zona, todos estaban concentrados en lo que decía esa pared pintada.
El Dr. Montes estaba en el laboratorio de la morque terminando de guardar las dos valijas donde venía embalado el tester de ADN. Ya le faltaba poco para cerrar el tema de Zalaberry, ya casi tenía armado el estudio antropológico que le había encargado el alcalde, y estaba sorprendido porque con un simple análisis genético había alcanzado a deducir de una muestra de chicle que Griseldo era hijo de Zalaberry! …Ernesto, Nélida, Birgit y Zalaverry hermanos por parte de padre… Esto sí que es noticia.

Esto explicaba al menos la extrañeza y el rechazo que sentía hacia su mujer aquel periodista que se suicidó cuando se enteró que la hermana de su tío (el Juez) era prima de su papá. ¿Qué razón le cabía? ...como si hubiera conexión entre el hilo de sangre coagulada que partía de la muñeca del muerto que estaba investigando, con la carta que había dejado el suicida donde mencionaba a la hermana de su madre. Esto era muy complejo y extraño.
Por otra parte, mientras se venía de vuelta y ya caía agua pesada sobre la Villa, pensaba Dora Dusseldorf …ese color putrefacto avanzado no se hace en un solo día.

Evidentemente, Montes había dejado todo bien preparado para que salte la liebre solita, sin que nadie la vaya a pisar. Pero faltaba deducir quien le inyectó el veneno de serpiente a Zalaverry mientras estaba caído. Seguro había sido alguien que quería distraer la atención sabiendo que se haría la investigación. Como si no fuera evidente para él que ese dedo perteneciera a un cadáver cualquiera, extraído del mismísimo cementerio. Y por las características del hecho y el tipo de energía puesta allí, podría llegar a ser, que se trate de una mujer que si bien no entendía mucho de tanatología, sabía bien lo que hacía.
Eran casi las siete de la tarde, ya se había hecho oscuro, Birgit estaba en la habitación del hotel acostada cruzada de piernas mirando al techo, le decía a Griseldo, mientras pendulaba en su mano la latita de cerveza: -Sabes pende, hay algo que no me va de vos, tenés gusto a azufre.

miércoles, 25 de mayo de 2011

CUENTO TREN - CAPÍTULO 7: OTRAS HUELLAS Y UNA LLAMADA

Sentado frente a su escritorio, el comisario Achával masticaba sus pensamientos. Al lado, el cabo Gómez, un morocho aindiado y servicial, peleado con el uniforme, le cebaba mate. De vez en cuando le alcanzaba uno al único preso, Gumersindo, el borrachín del pueblo, que no por estar preso no se merecía un amargo. Achával, viudo desde hacía años, pensaba que merecía otra suerte que la de estar en ese pueblo. Había tenido que postergar su jubilación y soportar el traslado por aquel caso que le tocó en la capital que no pudo resolver y en cambio fue resuelto por un oficial más joven.
-- Mirá, Gómez, este temita que tenemos entre manos me tiene a mal traer. Acá aparece un cuerpo desnudo, todo dice que fue muerte natural pero huele a asesinato, un dedo faltante, ropa que desaparece, una huella digital que no corresponde, ¡en fin! Y a vos ¿cómo te fue?
-- Comisario, fui como me dijo a revisar el lugar del hecho, o digamos donde se encontró el occiso. Ud. sabe que había llovido el día anterior, y a pesar del tiempo que pasó, se conservaban algunas huellas.
-- ¡Ajá! ¿Huellas, eh? Me imagino las de la chata del René ése, ¿no? ¿O algo más? Pisadas…difícil que quedaran, me parece.
-- Estaban las de las gomas de la chata de Guidice, pero encontré medio aisladas pero cerca del lugar, en el barro, las de unos neumáticos de camioneta de esas 4 x 4, ¿vió? Para mí, eran neumáticos bien nuevitos.
-- ¿Le sacaste fotos?
-- Si, si, tal como me dijo. Espero haberla usado bien -- dijo Gómez alcanzándole una vieja Reflex propiedad del comisario.-- Había algunas pisadas, donde había barro, ¿vió?. Para mí que eran de la alemana, pero había unas de zapatillas que eran diferentes.
El comisario hizo rezongar el mate, inaugurando otra pava sin notar el agua casi hirviendo pasando por su garganta. En eso sonó el teléfono. Achával atendió.
-- ¡Hola! Achával habla. ¡Dorita! ¡Tanto tiempo!¿Qué pasa?
Dorita Düsseldorf, enfermera profesional, 53, ayudante del doctor Montes. Tras una brillante carrera en el Mater Dei en la capital, por razones desconocidas venida a parar al pueblo hacía unos diez años. Separada con hijos, pero los hijos no vivían con ella y nadie del pueblo los conoció. Como en un pueblo se sabe todo o si no se inventa, se rumoreaba que había tenido varios amoríos en la Villa. Decían que con el comisario, y también con el doctor. Pero de eso había pasado mucho tiempo. Y Dorita dijo lo siguiente:
-- Achával, tengo que ir a verlo. Hay algo importante que debo decirle.
-- ¡A-ajá! ¿Me podés adelantar algo?
Dorita dudó un poco, luego dijo:
-- Esto entre nosotros. El doctor Montes mintió con la hora de la muerte de Zeta. Además el cadáver presentaba algo que él no declaró. Si quiere voy a…
La comunicación se cortó.
El comisario se quedó pensando. Gómez, haceme un favor, llevale este rollo de fotos al Rolo, el de Kodak, decile que lo revele pero tenés que estar vos delante ¿eh? ¡Ah! Y de paso pasá por la clínica, decile al Dr. Montes si puede venir a verme. Quiero ver si sabe algo de esto…
Y mientras hablaba, sacó una carpeta y se la alcanzó a su subordinado.
-- Gómez, este es el informe que pedí a la ciudad donde vivía Zeta. Me llegó hoy.
Gómez leyó en la carátula “Roberto Zalaberry “. Adentro, una hoja con datos, fotos, antecedentes, y luego unas fotocopias de una póliza de seguro de vida.
El comisario se quedó solo. La llamada del especialista que había consultado no llegaba. Se acercó a la ventana. Por la calle, pasaba una camioneta. -- Ahí va Dorita, pensó.
Nélida, aprovechando que sus padres que no lo eran no estaban, estaba deleitándose revolviendo sus “tesoros” es decir abriguitos varios, en su escondite secreto. Tanto revolver, aparecieron otros tesoritos que no recordaba bien y se quedó mirándolos: envueltos en un papel de diario manchado, había un bisturí bien afilado, y unos dedos humanos. Se puso a pensar cuándo había ido la última vez al cementerio del pueblo.

lunes, 23 de mayo de 2011

"LA POBRE NÉLIDA ( El Tren - Capítulo 6)



Nélida, siente el fuego que le sube desde el ombligo, que le vibran los labios y se persigna, mientras mira asombrada , con la boca abierta,el graffiti pintado en la pared de su pueblo: "¿Quien mierda mató a Zalaberry?"



La vida de Nélida nunca había sido fácil. Siempre se supo malquerida. Por esa razón es que buscaba y escondía “sus abriguitos”. Eran su protección, eran su manera de sentirse querida o de querer. No tenía amor en una casa donde el odio, la venganza y el rencor reinaban. Ella sabía que no tenía muchas luces. No entendía la mayoría de las frases que le decían, pero sí sentía. Ella sabía, que su mamá que no era su mamá, la despreciaba, y sentía que su papá la rechazaba. Nunca una caricia, nunca un beso, nunca un abrazo. Estaba sola y aprendió a defenderse de ese mundo hostil creando su propio mundo. El de “los abriguitos”.

Se miraba al espejo y no se veía fea, aunque nunca le habían expresado un elogio a su rostro o su cuerpo. Tenía 20 años y sentía que su cuerpo se movilizaba ante la presencia de ciertas personas. No entendía muy bien cuál era la sensación, pero sabía que su corazón latía muy fuerte y su parte sangrante, desde los 15 años, ardía como un brasero.

La mañana que René tocó la puerta de su casa, tuvo esas sensaciones y respondió al pobre muchacho con hosquedad porque no sabía cómo manejar sus sentimientos. Lo mismo le había pasado cuando conoció a Zeta, pero cuando lo vio muerto, su sensación fue otra y sólo pensó en su protección y le sacó todo lo que tenía encima. El dedo separado del cuerpo la espantó y pensó que algún perro hambriento se lo habría arrancado, por lo deshuesado que estaba.



Hoy siente miedo. Sabe que le mintió a su mamá que no es su mamá y salió cuando debía haberse quedado en la casa. Pero ahora hablan de otras huellas en el difunto, y ella sabe que son de ella, y que su mamá, que no es su mamá, la va a castigar y no va a poder conseguir su protección. Tiene miedo, porque supone que le van a hacer preguntas que ella no sabe ni puede contestar. Pero el castigo vendrá igual.



Nélida se persigna y reza. Que sus huellas no sean las huellas que buscan. Lo pide desesperada, mirando al cielo.

sábado, 21 de mayo de 2011

Las Sospechas (Cuento Tren, 5)

La historia no comienza con la muerte de Zalaberry, sino mucho antes. Sin embargo, la historia cobró la apariencia de la carne fresca cuando algunos bromistas comenzaron a afirmar, a la hora de la siesta, que “el sol pega como la muerte”. O cuando el borrachito más introspectivo, paseando por la plaza con su señora Dama Juana, aseguraba a diestra y siniestra que “ahora los cuerdos acusan a los cuerdos de estar locos, y los locos acusan a los locos de estar cuerdos”. Detrás de la afirmación, el miedo de que sea verdad.
El pueblo mismo es la historia. Hoy en día los turistas escuchan ávidamente los relatos vinculados con el asesinato en el bar llamado “La leyenda de Zalaberry” mientras se ponen en pedo con una Saratoga. Los lugareños se imaginan el cuerpo del muerto como el de Judas después de haberse ahorcado y los más ilusos como el de Cristo recorrido por hilos de sangre coagulada. Rondan chistecitos.
Las profecías se cumplieron, aunque estas surgieran después del asesinato dudoso. Por supuesto, nadie preguntó porque todos chasquearon la lengua cuando el Doctor aseguró que la causa de muerte fue la enfermedad misma.
De esta historia forman parte Ernesto y su madre. Nadie se olvida que no son parientes. Ernesto recuerda, y se maldice. Y ahora tiene que vivir con su suegra. Cuando el pueblo se entera del pecado aún antes que la pobre mujer, esta pierde la compostura.
-Vos ahora vas a ser mi hijo- le dijo a Ernesto con la determinación de una mujer que se niega a marchitarse- ¿entendés? Y ella era tu esposa, y él era tu padre.
Ernesto no supo por qué, pero no se pudo ir, y aunque pudiera irse no quería ¿Para qué? Entonces a partir de ese día ambos viven con el recuerdo constante de una simple aventura y no de un pecado. Y ambos beben del mismo vaso, tal vez por eso ahora son parientes. La nueva madre de Ernesto ya se olvidó que había tenido una hija. “Pero” dice la gente “¿notan como Ernesto cierra siempre los puños cuando ve a algún mujeriego?”
En esta historia entra también el Doctor Montes, que usaba los anteojos del difunto padre de Ernesto. Pocos lo acusaron de brujería, porque en verdad creían que veía peor con esos anteojos que con los suyos propios. Simplemente lo acusaron de morboso. La historia se condice con la vez aquella en la que el médico contaba, al borde de las lágrimas de la risa, en la que cremó a su esposa y tiró las cenizas al río.
-Justo cuando las tiré, llegó un viento del lado contrario que me arrojó los restos de mi bendita esposa a la cara- se reía aún más- y yo gritando- reía aún más fuerte- “¡La puta no se quiere ir!”.
Encajaba también, aunque en menos medida, Zalaberry.
-Qué se habrá muerto por la enfermedad el mariposón ese- comentó quien atendía la hosteria- si tenía todo el azúcar del pueblo que él quisiera, y recién se murió ahora- comenta con malicia.
Pero nadie ignoraba que el guía se había movido a la esposa mientras disfrutaban del carnaval mientras el cornudo seguía encargándose de la hosteria.
-Incluso- repiten hoy en día en el bar “La leyenda de Zalaberry”- cogieron en uno de los cuartos del lugar y el muy boludo jamás se dio cuenta.
René, en verdad, era el único imbécil que se había metido en la orgía de sospechas sin percatarse siquiera de lo que era el pueblo. Todos por entonces ya habían notado sus manías a la hora de las compras y sobre como llevaba consigo siempre una calculadora, no tanto por los precios sino para poder saber cuánto consumiría cada día. Eso y como fruncía los labios gratuitamente.
-El culiado no tiene una puta arruga alrededor de los ojos- se burlaban los dueños del almacén.
Entonces, todo en Villa Cimera era una fantástica partuza de historias disfrazadas, un paraíso de puntos inconclusos. Un joven cronista, que luego se entregaría a las venas del suicidio, escribe “la gente sigue sus vidas con tal normalidad que asusta, como si cada uno supiera cuál es su papel en el asesinato pactado”.
A su vez, la alemana, nada que ver. Es rubia y no se le entiendía un carajo. Todos creen que los arios están hechos para no ver los asesinatos, y una precisión fría la salvaría de ver la muerte sin sangre del guía. Algunos se preguntan “¿Por qué le amputaron el dedo después?” Pero es un detalle insignificante, todos saben para que puede usar un dedo un casto, una bruja o un enfermo.
Queda el comisario, que estaba eximido por su gordura y su reconocida incapacidad de matar una liebre inmóvil, incluso con su arma. “¿Quién quiere alguien útil si la justicia se arregla con los cuentos?” escribe el joven cronista.
Por otro lado, nos queda Griseldo. La mañana en que se despertó y su vecina le contó con lujos de detalles el asunto del dedo amputado y el muerto, no tuvo otra opción que el miedo.
-¿Vos eras el que estaba noviando con la alemana, no?- le pregunta la vecina y él le responde con un gruñido.
Griseldo era quien se había opuesto en primera instancia a que ella contratara a aquel enfermo mujeriego para dar un paseo por un lugar en el que era imposible perderse.
Muchas sospechas habían caído sobre Griseldo. Pero la verdad es que mientras Zalaberry se moría, él estaba cortándose el pelo mientras miraba el partido, rivalizando en simpatías contra el hombre que tenía una tijera filosa sobre su cráneo.
-Mirá que te metés en cosas jodidas vos- le dice la vecina cuando lo ve con la frente abierta de un tajo.
-La superioridad no se da con quien corta más, sino con quien no tiene miedo.
Pero en el momento tuvo miedo, y esa cicatriz no fue nunca aclarada. El peluquero negó todo y Griseldo estaba en una situación en la que nadie, pero absolutamente nadie, quería creer en él.
“¿Creerán que soy yo?” se preguntaba antes de dormir “¿Creerán al final lo del peluquero, lo de ese hijo de puta?” Solo pudo resolver escaparse por un tiempo, pero aquello era confesar un asesinato “Me cago en el pastorcito, el lobo y sus ovejas” gritaba cuando estaba en pedo.
Mientras tanto, algunos chistosos pintaban en la pared de la comisaría mientras Achával dormía a la hora de la siesta. “¿Quién mierda mató a Zalaberry?” rezaba el graffiti.




Buenas, me presento: Soy Santiago, alias Saquian. Aficionado a la escritura, tuve la suerte de conocer a Inés, quién me insertó en este blog. Les agradezco todas las correcciones que tengan para hacerme, sobre todo relacionado con la gramática, a la que estúpidamente nunca le di bola cuando intentaron enseñármelo. Comienzo, entonces, mi travesía por Villa Cimera con la quinta parte del cuento tren. Saludos a todos. Saquian

LA GÁRGOLA DE INVIERNO


Le repos de la Gargouille, de Pierre Moysant
(un poco con Iris)

La soledad impensable de la metrópolis tiene el poder de sumir a sus víctimas en la desesperación más absoluta. Quizá por eso los suicidios en la vías de los trenes, los ahogados en los ríos, o los saltos desde los grandes edificios. Quizá también sea la causa por la que tanta gente duerme en la calle, devastada por el necesario alcohol frente a la intemperie: doctores, ingenieros y don nadies como yo, con un pasado que se perderá en el olvido y el rigor del absurdo íntimamente comprensible. De esto último conozco bastante. Créame.
La piel resecándose de esa humedad que conoció alguna vez no piensa ni establece parangones. Se reseca, simplemente. Pierde su tonicidad e, incluso, su sensibilidad. Llega a enmohecerse, y no hay ducha ni jabón que logre borrar los signos del deseo metido en el olvido o en pausa. Uno se vuelve un hombre verde, con ira o sin ella, indefectiblemente. Y con ello se adquiere el documento de identidad de un extraterrestre. Sí, no se ría ni se fíe, porque como yo, usted puede terminar en la calle enmohecido y descastado de un imperio que ni siquiera le ha pertenecido.
Pero no es eso lo que le quiero contar. Hace unas cuantas noches llovía en París y la temperatura había bajado demasiado. Yo buscaba un hueco con techo debajo del cual poder sobrevivir a la inclemencia. Vagué durante horas por los muelles como un autómata que pretende mantener su piloto automático. Hay que decir que es tan difícil alquilar un departamento en París como encontrar un lugar vacío y resguardado sobre el que apoyar la osamenta. Fue debajo del Pont de La Chapelle donde mis huesos encontraron un espacio y la costra sobre mi piel, cobijo. Estaba intentando ahuyentar el frío desmesurado y dormir debajo de mis cartones y mis revistas gratuitas –esas que leen los que viajan en metro para ir al trabajo–, cuando una mano comenzó a escurrirse por entre las miles de capas que me cubrían. Como el tiempo que uno vive en la calle no se mide en días sino en horas, usted se imaginará que los minutos son valiosas experiencias. Así que me quedé quieto, sin respirar. La mano se multiplicó en dos, y mientras una acariciaba el enjambre grasiento de mis cabellos, la otra buscaba mi sexo olvidado y pretendidamente inerte. Sentía la respiración de la presencia agitándose cada vez más al borde de mi nuca y gimiendo la promesa del placer seguro. Hubiese querido comunicarle con mi mano la aceptación del contacto, pero el frío y el instinto de conservación me lo impedían. Usted sabrá que no hay nada peor que los dedos con sabañones cuando la temperatura del aire hace que los charcos se congelen. Así que me entregué a esas manos y al calor de aquel cuerpo, como quien se rinde a la evidencia de que no se puede hacer otra cosa.
Y aunque a usted le parezca mentira, mi cuerpo respondió, bien que el frío acumulado y el alcohol necesario para aguantar siempre se encarguen de anestesiar el deseo. Porque no se puede subsistir en la calle con hambre y con frío, desposeído de todo y sin ningún derecho, pensando en echarse un buen polvo. Eso se olvida, desaparece, porque uno deja de tener un sexo y se conviertye en un paria, en un pasajero que espera la muerte en el andén del desamparo de la única manera que puede hacerlo: solo y con un profundo olvido de lo que fue. Pero, decía, mi cuerpo respondió y el masaje de esas dos manos plenas de calor despertó los resquicios del hombre que dormía debajo de la cáscara.
La experiencia olvidada –que no es inexperiencia, no crea– hizo que me derramara antes de tiempo. Me recordó culpas mandatarias que, entonces, ya no tenían ningún sentido. Cuando la muerte nos acompaña y nos tiende la cama, que no es más que un rincón húmedo y atiborrado de ratas, el sentido de culpabilidad se transforma en algo sin importancia, y los aspectos de respeto y la contención se vuelven frivolidades. Quizá entusiasmado por esa cuota inesperada de calor, o tal vez porque creí sentir que la costra sobre mi piel se humedecía y cedía, fue que me volví entre el caos de mis cartones y pregunté a quién pertenecían aquellas manos. Como respuesta recibí un grito gutural cercano al de un pavo custodiando su terreno, y los cartones que me envolvían volaron hacia todos lados debajo del puente como si una bomba hubiese explotado. Y después nada.  
El frío caía como una maza que golpea suavemente pero con impúdica insistencia. Me puse a recoger mis sábanas y mi colchón cuando, entre la oscuridad más indescriptible, percibí un capullo al otro lado del puente que se entre abría. La negrura de mis manos se acercó y sacudió la sombra. Desde el interior de una maraña inconcebible de desperdicios surgieron los relieves de una criatura.
¡Eh! ¿Qué mierda querés?
Nada –respondí, y aclaré:– es que alguien se metió entre mis cartones y luego salió corriendo como alma que se lleva el diablo. Los estoy juntando.
–¡Carajo, que no se puede dormir tranquilo en ningún lado! –increpó la sombra a la nada húmeda y oscura que nos rodeaba.
La criatura, que tenía dos ojos inyectados impresionantes y un inconfundible acento del sur, miró para todos lados, bufó algo incomprensible y seguramente obsceno, y comenzó a reconstruir su caparazón de basura y oscuridad. Sobre mi cabeza podía sentir cómo el tránsito no sólo no se detenía, sino que nos pasaba por encima. El Sena estaba irónicamente calmo y el último bateau mouche atracaba en el minipuerto de la otra orilla. Un millar de estrellas brillaban innecesariamente en un cielo que recién se despejaba y que, despiadado, amenazaba con más frío.
–Y decime, vos, ¿sentiste un calor como cuando el vino hace efecto? ¿Escuchaste un chillido como de ave en el matadero? –preguntó con un inocultable dejo de temor la voz de la sombra aflorando la nariz entre las grietas del capullo y deteniendo todos su movimientos a la espera de mi respuesta.
–Sí –respondí con curiosidad y cautela–. Pero no entendí por qué reaccionó así… la estábamos pasando muy bien y yo…
–Entonces hay que salir disparando de este lugar y mantener los ojos bien abiertos –me interrumpió– porque las gárgolas de invierno salieron de caza… y no perdonan –aclaró recogiendo con una rapidez casi surrealista un puñado de sus bártulos y dejándose tragar a la carrera por la oscuridad más allá del puente.      
Reconstruí mi abrigo de cartones que supieron contener ordenadores, equipos de música, cafeteras expresso y televisores de 30 pulgadas (¡esos cartones son los mejores!), e intenté olvidar el incidente y al tipo con acento del sur. Pobre diablo supersticioso, ¿no?  Usted seguramente se preguntará quién podría haber sido aquel visitante que xpenetró la miseria de mi intimidad. ¿Una mujer hermosa tan perdida como yo? ¿Un depravado sexual? No, de esos estamos a salvo. ¿O habrá sido mi imaginación, mi deseo, el delirio que provoca el frío? Reconozco que, después de todo, sólo las ratas o algún extraterrestre podrían osar darle calor a este cuerpo olvidado y olvidable que insiste en existir. Pero…
Así que agité mi cabeza, organicé mis ideas y me dije: “Si mañana me despierto, voy a probar suerte en Notre Dame”. Como usted sabe bien, los turistas que vienen a sacar fotos de la catedral los domingos se conmueven y dejan buenas propinas al pie de las rarezas verdosas de la raza humana. Pero no conseguí muchas monedas ni tuve visita esa otra noche ni las siguientes. Por eso, desde aquella madrugada de domingo me voy cada mañana del lugar en el que dormí y me desperté entumecido para probar en otros. Busco el calor que me falta en este invierno desalmado que aplasta y que se pone cada vez más bravo. Y ahora lo dejo que ya es tarde.
El cielo está despejado y seguro que no va a llover, aunque el viento gélido lastime. Vamos a ver ese rincón que descubrí ayer cerca del Pont au Change, al pie de una de las escaleras que se sumergen en el río. Me pareció perfecto y esta botellita de tinto será la mejor frazada. Si me quedo quieto debajo de mis cartones, seguro que esta noche la gárgola volverá para abrazarme y sacarme el frío que se esconde en mi hojarasca. Pero esta vez no me volveré para preguntarle nada. Me quedaré tranquilo, en silencio, dejándome llevar y acariciar por su ansiado calor. 

CUENTO TREN -(4)- LA TERCERA HUELLA...

La tarde fue llegando y en Villa Cimera corrió como reguero de pólvora, la noticia de la muerte del guía. Los comentarios eran muchos, y entre ellos culpaban al forastero de haberlo matado y encima robarle todas sus pertenencias. Otros acusaban a la alemana seguro que con el tamaño que tenía podía haber matado al guía al menor golpe. Sin embargo las voces más contemplativas hablaban de la enfermedad del guía que le había jugado una mala pasada, poco menos de dos meses atrás había estado internado en coma por su enfermedad, y a pesar de las advertencias poco cuidado ponía en su salud, sólo unos cuantos sabían de su diabetes, y si bien le habían pedido que informe a los turistas de su situación por si pasaba algo, el negaba su enfermedad todo el tiempo.
En la noche el Dr. Montes comenzó a trabajar en el cuerpo, su calva cabeza se mantuvo bajo la luz de aquel reflector y las lupas, mientras sujetaba sus antejos, que tenían una pata atada con cinta adhesiva blanca, el único golpe que encontró era en su pómulo derecho y sin duda alguna ese golpe era producto del desvanecimiento, todo lo demás daba cuenta de un episodio de su enfermedad que lo llevo a la muerte, lo del dedo faltante no tenía explicación, pues aparentaba estar cortado con un elemente de filo preciso, y no encontraron el mismo en los alrededores, pero la sorpresa fue que en el cuerpo encontró una tercera huella digital, si bien la del vecino René y de la turista alemana era de esperar que estuvieran allí, la tercera huella a quién pertenecería. Su informe culminó entrada la madrugada y esa tercera huella sin dudas daría luz sobre los hechos del robo y el dedo cortado.En la mañana se dirigió a la comisaría donde se encontraba demorado René, pues hasta el momento era el único posible asesino, según el comisario lo había encontrado con las manos en la masa, pero todos sabían que el pobre comisario quería un poco de acción. De hecho de un asesinato le daba un poco de sal a su aburrida vida y si bien René era un buen hombre, no dejaba de ser el forastero del pueblo al que se le indilgaba todo tipo de cosas… El médico lo saludo muy gentilmente y el comisario le ofreció una taza de café recién hecho, charlaron como dos horas, y le explico que no hubo asesinato, que la muerte fue por la diabetes, y que lo del dedo sucedió cuando la víctima ya se encontraba muerta, que el pobre René poco tenía que ver con el deceso, también le comentó lo de la aparición de una tercera huella que sin dudas sería del ladrón de las pertenencias. A lo que el comisario agregó, seguro fue quien además le cortó el dedo a la víctima
René salió de la comisaría no sin antes tomar una taza de café junto al médico y al comisario. Y partió para su casa. Ahora el comisario tenía con que entretenerse debía averiguar de quien era esa tercer huella encontrada, y podría atrapar al ladrón. Se paró frente a la puerta de la comisaría, se subió sus pantalones y acomodo su cinto que apenas alcanzaba a cubrir el gran contorno de su cintura, su prominente estómago le impedía mantener sus pantalones en alto, sé dio palmadas en su panza, respiró hondo y entro a su oficina para comunicarse con el juez de paz, él era el único que tenía las huellas de los ciudadanos de Villa Cimera.

Desde la ventana observaba Juana Hidalgo la viuda del pueblo, una mujer de unos setenta años, quien al perder a su esposo en un inexplicable accidente había extraviado su poca cordura, pero a pesar de ella, sabía perfectamente quien se quedaba con los abrigos ajenos. Una noche sintió ruido en su granero en plena madrugada, se dirigió hasta el lugar, cuando vio a Nélida la tonta del pueblo quitarle la piel a un cordero que esa tarde había muerto y que no se pudo enterrar porque el peón se encontraba en la ciudad vecina en busca de mejores forrajes para los animales y recién volvería a la mañana siguiente. Para el pueblo fue la viuda quien le quito la piel al animal en un rapto de locura. Pues nadie sabía de las costumbres de Nélida.

jueves, 19 de mayo de 2011

CANTAR CON LOS ANGELES- (REC. DE VIAJE)

Felices emprendimos el largo viaje hacia el noroeste, el destino Salta y Jujuy.
Cruzamos los confines de las altas sierras Cordobesas, con el animo dispuesto a disfrutar el recorrido
Toda la noche rodó el coche por las rutas, y el amanecer nos sorprendió en Santiago del Estero, pasamos por Tucumán y al anochecer desde la ruta que entra en la ciudad nos encontramos con una postal de ensueño, a nuestros pies, totalmente iluminada con el brillo de una joya estaba la Ciudad de Salta.
Nos alojamos en un hermoso hotel a dos cuadras de la Catedral- esta merece un párrafo especial, recién remodelada y decorada con estratégicas luces, brindaba un maravilloso espectáculo, y al entrar en ella, nos deslumbró la magnificencia, la paz y el recogimiento sublimaban el alma.
La ruta turística que llega hasta Humahuaca, las bellezas naturales y los colores de las montañas son impactantes, sorprenden las ferias artesanales a cielo abierto y los pequeños changuitos que esperan la llegada de los turistas para ofrecer artesanías y picardías
Recuerdo un vivaracho morenito que me salió al paso diciendo con su peculiar acento-
No se olvide que Federico le ha cantado una canción y le debe unas monedas-
Sonriendo le respondo- pero no se quién es Federico y nadie me canto nada-
Ah! Doñita horita se lo canto y la emprendió con una larga canción propia del lugar, por supuesto aplausos y monedas que recibió jubiloso y agradecido, ver las pequeñas iglesias antiguas es un placer para el espíritu y compartir charlas y vivencias con los habitantes de la poblaciones diseminadas como flores silvestres entre las piedras, es reconfortante y aleccionador.
Nos empapamos de la esencia de una cultura milenaria que guarda ecos de los triunfos y derrotas de muchos de nuestros próceres.
Cruzamos por campos cubiertos de cardones que desde lejos simulaban un nutrido ejército de valientes y estáticos soldados
Emprendimos el regreso por esa mágica ruta que lleva desde Salta hasta Cafayate-(donde además de conocer varias bodegas y viñedos, probamos el exquisito vino que producen)
Al recorrer la ruta, nos alucinó la magia de las altas montañas, donde los vientos y el agua fueron tallando creaciones fantásticas, nos detuvimos en la llamada Garganta del Diablo, un sitio impactante, más adelante, en una especie de arcén donde había varios coches estacionados, nos invitaron a entrar en una especie de cueva altísima, quedamos anonadados con la acústica que había en el lugar.
Era en el mes de Julio, el frío se hacía sentir en forma de un helado vientecillo, refugiados allí alguien propuso cantar el himno nacional, de entre las piedras surgió como si fuese un elfo, un solitario joven tocando la quena y comenzamos a entonar nuestra canción patria, las voces y la sonoridad de la música se elevaban resonando como en una catedral, con la última estrofa, lágrimas de emoción mojaban todas las caras.
El guía nos recomendó que llevásemos galletitas y golosinas, porque en la ruta nos esperaba una hermosa sorpresa.
Mientras recorríamos las caracoleantes rutas, divisamos en una loma un edificio, era una escuela donde los niños viven toda la semana y los viernes los padres los retiran para que hagan su parte del trabajo de cuidar cabras, nos asombró y sufrimos por ellos al pensar que van solo con la compañía de un perro, un ponchito y una bolsita con pan y queso, y durante dos días con sus noches, pastorean los animalitos en la alta montaña, a merced de pumas y otros animales salvajes.
Duermen al reparo de la alguna roca, abrigados con el calor de las cabras
al llegar al lugar nos detuvimos, corriendo felices unos cuantos niños bajaban por el estrecho camino, con la carita curtida por el frío, trayendo en sus brazos pequeños cabritos, ofrecían una jubilosa y emocionante estampa bíblica
La alegría y la humildad de ellos desbordó nuestro corazón al fundirnos en un fuerte abrazo - fue una maravillosa experiencia de puro amor

Fue un viaje inolvidable, pudimos a valorar con cariño y respeto como viven en otras regiones del país, nos empapamos de sus milenarias costumbres que gustosamente compartieron con nosotros

CUENTO TREN - (3) - EL INTRUSO

A medida que la chata acorta distancia, René puede ver con mayor claridad el cuerpo que yace inmóvil al borde del camino de ripio. Su primer pensamiento es seguir de largo, no detenerse, el hombre tirado muestra la quietud de la muerte. Se piensa cobarde y no le gusta la certeza de saber que siempre lo ha sido. Tal vez su único acto de valentía fue el de mudarse lejos de todos y de todo.



Un rictus de amargura se dibuja en su rostro cuando en segundos comienzan a pasar por su retina como en un film mudo, pasajes de su vida anterior. Los aborrecibles personajes que se mueven en blanco y negro lo abaten. Su padre haciéndolo responsable absoluto de la quiebra de la fábrica. Su fábrica. La misma en la que había puesto todo el esfuerzo y la sapiencia de la que era capaz, cuando su progenitor forzado por ese sorpresivo ataque de apoplejía, quedó imposibilitado de seguir con sus funciones.Elena, su mujer, calmando la decepción con uno de los empleados diez años más joven que él… y que ella. No la quiso escuchar sabiendo que mentiría. No quiso escuchar a su padre, tal vez con más reproches. Juntó el dinero ahorrado y se fue con lo puesto. Quería una vida tranquila, sin sobresaltos. Buscaba la libertad que nunca tuvo. Tal vez por no saber ver. Se dijo que aún era tiempo de recomenzar.

René restriega con los dedos sus ojos y para el vehículo para luego bajar con cierta cautela. Lo que ve ahora es a un hombre totalmente desnudo desprovisto de todo tipo de ente a su alrededor. Ya más cerca la rigidez del cuerpo le anuncia lo presentido. Tiene los ojos y la boca abiertos como queriendo pedir ayuda en un gesto casi desesperado. Un brazo estirado, la mano abierta y… ¡a esa mano le falta un dedo! Una sensación nauseabunda le sube hasta la boca. Tiene miedo. Ese hombre muerto pudo haber sido asesinado.


Birgit decidida comienza la caminata hacia la villa para buscar ayuda. Sabe que la noche es su peor enemigo, no quiere quedarse allí sola en pleno campo con Zeta muerto.


No sabe cuánto tiempo lleva caminado, el frío atempera la luz de una luna llena como única compañía. De pronto a lo lejos alcanza a ver algo así como un matorral que cruza el camino. Una señal de que la civilización no debe estar lejos y con ella la villa buscada. Toma nuevamente el plano guardado en uno de los bolsillos de su chaqueta para no perderse y con esfuerzo lo observa. Ya no duda, Villa Cimera debe estar detrás de esa mata verde y tupida. Ya más cerca alcanza a ver el cartel que la identifica y la entrada al pueblo. Mira hacia los lados buscando una luz. A cien metros un letrero iluminado deja ver en grandes letras un nombre: “Hostería El Refugio”. Hacia allí se dirige la mujer deseando encontrar a alguien que le brinde la ayuda necesaria y le indique qué hacer con el pobre Zeta.

El hombre que la atiende en el albergue escucha el relato de la germana que de manera atropellada y nerviosa trata de hacerse entender. Sin interrumpirla la deja terminar. Su rostro se muestra impasible.
–¿Puede usted ayudarme? –pregunta Birgit ansiosa
–Sí señora, tiene suerte. Mi padre es el comisario de Villa Cimera. Sólo tengo que hacer un llamado, en tanto le asigno una habitación, supongo que la necesitará.

El baño caliente actúa de inmediato reanimándola, Birgit ya se siente mejor. Descansa unas horas. Se viste rápido y baja al bar de la hostería a tomar un café en tanto espera al comisario. El sosiego se apodera de todo su ser al intuir que esos fuertes pasos que pegan en el viejo piso de madera son los de la persona que espera.

El comisario Ernesto Achával es un hombre corpulento, de estatura mediana de unos sesenta y tantos años. Ve a Birgit y se presenta dispuesto a dejar de inmediato el lugar, cosa que la alemana acepta sin más.
En el trayecto la muchacha le cuenta al hombre lo que cree le ha pasado a su guía. Con pesar dice –lo dejé solo, bueno solo no, en realidad allí quedaron las mochilas, los documentos, su celular y la medalla plateada que lo identifica como diabético.

Achával se sorprende cuando al llegar al lugar ve a un hombre agachado casi sobre el cuerpo del muerto. Ese hombre es René Giudici, “el vecino”.



Birgit mira con estupor el cuadro. El cuerpo de Zeta yace solo. Nada de lo que la muchacha ha dejado está allí. Ni siquiera la medalla plateada que identifica al guía como diabético. Vacío a su alrededor. Solo el ripioso camino. –¿Qué hace allí ese hombre? –se pregunta asustada.

Birgit mira al comisario como observando su reacción, cuando de pronto ve que este con total parsimonia, saca de su cartuchera un arma de fuego con la que apunta al intruso. Sin darle tiempo a nada y a la voz de alto, se identifica y muestra un par de frías esposas que cuelgan del cinturón esperando ser usadas.

AQUELLO QUE NO VEMOS...

Lo esencial es invisible a los ojos nos dijo Saint Exupery mediante su personaje principal en su libro “El Principito”. Sin embargo entre los tiempos y las emociones que hoy vivimos queda tan poco tiempo para ocuparnos de ver todo aquello que nos es invisible ante la mirada. La apariencia pasó a ser el único objetivo a seguir, debemos ser jóvenes eternos, exitosos crónicos, amigos del que algo nos da… Lo del principito fue una hermosa frase, sólo eso dirían los practicantes de tanta modernidad…
Fue así que esa tarde de otoño donde las hojas amarillas todo lo cubren, la encontró caminando con ese hombre que la llevada de su cintura tomada, y charlando de los encuentros fortuitos de las almas desoladas. Sin dudas sus profesiones eran opuestas pero la literatura y la sensibilidad de ambos los había conectado como sólo unos seres afortunados pueden conectar, porque han sido elegidos antes de que la razón impere, y mucho antes de que esas miradas se crucen siquiera… El calor del uno anida en el otro, y el vacio casi ni se nota cuando el otro parte porque ese calor ha entrado en lo profundo del alma cubriéndola del sabor de la presencia más allá de lo corpóreo…Por qué había elegido a ese hombre y no otro, se preguntaba, esa tarde que lo conoció con la excusa de debatir ideas, por qué su mirada le resultaba tan familiar si era la primera oportunidad en que lo veía, por qué su necesidad de escucharlo y seguir a su lado se le hacía necesario… Y allí supo que todo lo que veía no alcanzaba para darle las respuestas necesarias a su inteligencia lógica, pues su inteligencia emocional se la respondería cuando al pasar del tiempo se le sumara el primer beso en donde ella ya lo sintió suyo.
Supo desde entonces que no hay respuestas para lo que no vemos, pues el sentir a veces supera cualquier otro sentido, y la razón no puede dar más respuestas que la simple visión de lo que encuentra a sus pies, sin embargo si ahondamos en el alma, en el corazón, en la piel, ella nos dará la más simple de las respuestas, el enamorado siempre ve más allá de lo que sus ojos ven…

martes, 17 de mayo de 2011

CUENTO TREN - (2) TRIFURCACIONES

Nélida sabe que eso está mal, que su mamá que no es su mamá la va a mirar con esos ojos que brillan menos que cuando se le llenaban de lágrimas hace mucho, que va a hacer como siempre, un bollo con el abriguito en cuestión o lo va a meter en una bolsa y enseguida, sin decir nada y mirando hacia el techo, irá a meterlo en el barril de compost, al que ella sabe –más que cualquier cosa– que no debe acceder. Te van a comer los gusanos, le había advertido mil veces su mamá que no era su mamá. Por eso, y porque sabe que eso está mal, Nélida ya no trae a la casa las plumas que encuentra en sus escapadas al valle, ni la piel reseca de algún puma que sacó a relucir sus huesos, mucho menos el enjambre de pelos que siempre se puede recoger en la puerta de la peluquería del pueblo cuando no la miran, ni qué hablar de los esqueletos secos de arañas que caen flotando en los rincones de la casa ni del caminito retorcido y áspero de alguna culebra. Nélida tiene un escondite que sólo ella conoce. Lo encontró el día que cumplió dieciocho años, una fecha muy importante le había dicho su papá, después de que Nélida se hubo deleitado con esa torta de grasa inmensa y llena de dulce de leche que le hizo su mamá que no es su mamá. Un lugar especial, se repite, un lugar donde no hace frío porque yo guardo todos los abriguitos que dejan los otros para el día que haga mucho frío. Y si esa mañana bien temprano le había prometido a su mamá que no era su mamá que se quedaría en la casa hasta que volvieran del cementerio, ahora no puede contenerse y sale a caminar por la ruta de ripio. No le cuesta sacarle todos los abriguitos a ese hombre tirado al costado del sendero. Tampoco la cadena con esa chapita que le brilla por debajo del cuello que seguramente almacena el sol. Algo raro vuelve a sacudirse en su interior cuando percibe al pie de un matorral eso que le parece un dedo deshuesado. Quiere tocarlo, pero Nélida sabe que en esos casos, cuando el fuego le sube desde el ombligo y le hace vibrar los labios, se tiene que persignar y voltear la cabeza. Así que casi sin mirar hace un bollo prolijo con su botín, tropieza con el brazo del hombre pero mantiene el rumbo sin desviar la vista y se dirige a su lugar secreto. Una vez allí, cava con las manos un buen rato hasta que sus dedos tocan el abriguito de un topo que de tan duro casi le abre un tajo en los dedos. Lo acaricia y recuerda el lugar exacto de sus otros abrigos. Rellena el hueco, aplasta la tierra y vuelve a cubrir el lugar con hojas y ramas secas de eucalipto y algunas piedras. Ya está en su casa cuando oye el ruido del motor de una camioneta. Se alegra de saber que llegó antes que su mamá que no es su mamá y su papá. Sale a recibirlos, pero se encuentra con ese hombre que le pide algo que no entiende y que mira el piso. Nélida siente por primera vez el ansia de quitarle el abriguito a un ser que se mueve. Se contiene y repite la frase que le enseñaron a decir en estos casos: que ella no puede ayudarlo y que sus padres regresarán pronto. Se met rápido en la casa, porque cuando el otoño agoniza la garganta le empieza a picar y después ve cosas raras.

El hombre, con barba de semanas y ojeras pesadas, conduce absorto con sus manos. A la derecha, la mujer, blanca en canas y sosteniendo un ramo de flores sin desviar la vista de la ruta por un solo momento, conduce con el rigor ineluctable de su presencia. Acaba de pedirle al hombre que baje la velocidad, que están yendo para homenajear a los muertos y no para terminar como ellos en el olvido, un triste domingo frío de mayo. El hombre no acusa recibo en su expresión pero el motor de la sembradora baja el tenor de su ronquido.
–A la vuelta habrá que pasar por la tienda porque la cría necesita ropa –establece la mujer que mira el ripio que la mira.
–Pse… – responde el hombre sin dejar de olvidar al ripio que no lo olvida.
–Por lo menos ya no jode más con esas porquerías repugnantes que traía del campo –agrega la mujer, como si quisiera convencerse de algo imposible.
–Ep pse… – vuelve a responder el hombre que ve el final del ripio y el empedrado del cementerio.
–Pasamos primero por lo de Doña Anita, que no debe tener nada, como en vida, y esta vez le quiero dejar unos gladiolos a Don Paco, dios lo tenga en su santa gloria –dispone la mujer al tiempo que se ayuda con los brazos extendidos del hombre para bajar los desproporcionados peldaños de la cosechadora, y agrega–: porque lo que es a tu mujer, que Dios la perdone, pero ya sabés lo que pienso.
–Pse… pse… –agrega el hombre que mira las cuchillas roídas de la máquina y piensa en que pronto tendrá que afilarlas.
–Para ella están los gladiolos rosas; y las no me olvides multicolores, ya sabés…
–Sí, mamá… A esas flores también las pongo yo pero no en nombre de mi hija –interrumpe el hombre con aire resignado–. Como las de papá –agrega desviando la cabeza y casi murmurando.  
–Mirá Ernesto, no me desafíes con tus tonitos, habrase visto –se queja la mujer que comienza a encaramarse.
–Vieja, no me rompas más las bolas y tengamos el cementerio en paz –corta el hombre girando sobre sus talones y dejando en magro equilibrio a la mujer que acaba de pisar terreno.
–No te permito que me faltes el respeto –increpa la mujer lanzándole como una cachetada el ramo de flores al hombre.
–Disculpame, vieja, pero a veces…
–… Pero a veces nada, desagradecido –incrimina la mujer taladrándolo con la mirada–. Si tu padre no hubiese hecho semejante atrocidad con la puta de tu mujer, hoy no estaríamos pudriéndonos en este infierno con una bastarda idiota a cuestas.
–Mamá… hace casi veinte años que…
–Hace casi veinte años que me pudrieron la vida esos dos que bien se están pudriendo acá mientras yo me seco en el valle –interrumpe la mujer que mira el cielo con encono. 
–Pse –responde el hombre fijando los ojos en el ripio que se pierde a sus espaldas justo antes de abrir la reja para entrar en el cementerio de Cimera.

Desde su espíritu germánicamente independiente, Birgit camina la tarde ventosa de sábado preguntándose por qué se le habría ocurrido pagar a un guía si ella no necesita más que un mapa para orientarse y disfrutar de los paisajes naturales en justa soledad y autonomía. Mira al guía y retiene todo impulso innecesario. Sabe que no se permitiría una pizca de sensualidad cuando el verdadero orgasmo es la naturaleza. El hombre, que a pesar de su inocultable cuarentena mantiene un paso tan firme como el de ella, avanza sin piedad. Y eso a Birgit le gusta, sí, pero le opaca la sensación de dominar el lugar. Dos días hace que caminan juntos y la espalda del tipo siempre frente a sus ojos. 
Se detienen en un claro, casi no hablan, Gott sein Dank, y beben unos chorros medidos de agua. El guía, que había sugerido que se refiriera a él como Zeta, se toma el pulso y se mete un papelito en la lengua. Unos segundos después lo retira, lo escruta, arquea las cejas y, sin dirigir la mirada a Birgit, saca de su mochila un estuche de cuero, de su interior una jeringa y un frasco de vidrio que perfora con la aguja y se inyecta por encima de la muñeca. Con los gestos inequívocos de los caminantes, acuerdan seguir avanzando. Birgit se ajusta el cierre de su campera y observa el entorno seco de un invierno inminente. La espalda del guía se contorsiona entre los bordes del camino. Se pregunta qué contenía el frasquito, pero se dice que no es su problema. La silueta de la montaña, irreverentemente triangular en el horizonte a contraluz, parece englobar la silueta del hombre al punto de tentar a Brigit de detenerse para sacar una foto. Pero a ella las fotos donde aparecen las personas nunca le interesaron. Y hay que ahorrar película. Zeta se tambalea cada vez más hasta caer como fulminado en el medio del camino de ripio. Birgit se abalanza sobre el guía que convulsiona y se vuelve casi blanco. Sus instintos de primeros auxilios surgen sin obstáculos: le abre la boca y tira de la lengua, toma el pulso, comprueba la respiración, gira el cuerpo que está de espaldas hacia uno de los costados para que respire correctamente y separa las piernas para que se sostenga en esa posición. Le abre los ojos y se los sopla, pero no percibe reacción. Revuelve en el bolso y encuentra el estuche, las jeringas y los frascos. Entiende de lo que se puede tratar pero no logra descifrar lo que las indicaciones dicen. Baja el cierre de la campera del guía, se abre paso entre el pullover, la polera y la camiseta, para hacer aflorar una cadena y una medalla que en cualquier idioma significan lo mismo: diabético.
Se maldice una vez más por su decisión, saca un terrón de azúcar de uno de los bolsillos de su mochila y lo introduce en la boca de Zeta. No reacciona. Supone que el coma ha paralizado al hombre y que hay que pedir ayuda. Mira a todos lados, pero el camino se pierda en la nada. Despliega su mapa, no tarda en ubicarse y deletrea V. Cimera como el único conglomerado habitable a unos diez kilómetros hacia el oeste. Su germánica lucidez no le permite dudar sino que le exige actuar con serenidad. Así revuelve los bolsillos de Zeta, encuentra un celular que extrae demasiado enérgicamente, al punto de que se le escapa de las manos y cae sordo sobre el ripio. No signal, lee, y sin perder tiempo sigue revolviendo hasta encontrar una billetera de la que saca el documento de identidad del guía. El viento frío de la noche en ciernes en el valle comienza a arreciar. Birgit mira el paisaje de un lado al otro y decide trasladar el cuerpo moloso de Zeta al costado del sendero. Del botiquín de su mochila saca un rollo de cinta adhesiva para heridas, pega el documento sobre el dorso del celular y lo aprieta fuertemente en las manos del hombre. Lo cubre con una manta, deja la medalla bien a la vista y sale decidida a campo traviesa en busca de ayuda hacia lo que ella se dice es el oeste .  


domingo, 15 de mayo de 2011

UN MUNDO INCONSCIENTEMENTE PARALELO. (Graciela Tórtora)





UN MUNDO INCONSCIENTEMENTE PARALELO







Emilia creció sin saber quienes eran sus padres. La dejaron en la puerta de una iglesia a los pocos días de nacida. El invierno era cruel y sobrevivió gracias a un perro que alertó al cura de que algo extraño pasaba en la puerta de su casa. Estaba apenas cubierta con bolsas de plástico y papel de periódico. Lloraba desesperadamente por el frío y el hambre que sentía dentro de esa caja de zapatos donde la habían abandonado.







Emilia trabaja en una multinacional como asistente del Gerente General de la empresa. Quiere ser administradora de empresas y estudia con mucha dedicación en la U.B.A. Es callada y seria. Nadie conoce nada sobre su vida. No sacan palabras de su boca ni con sacacorchos.







Emilia fue recogida por el sacerdote que la entregó, como era su obligación, a la justicia. Sufrió hambre y frío en el internado, hasta que a los cuatro años fue adoptada por un hermosa familia que le dio educación y cariño. Pero Emilia recordaba en su entrañas el hambre y el frío. Lo llevaba adentro y ella no sé explicaba cómo podía sentir esa sensación de frío siempre. Se arropaba en su cama en invierno y verano. Odiaba todo lo plástico y nunca supo el por qué. Si le daban un vaso plástico para tomar su leche, decía que se ahogaba al tragarla.



Siempre estudiaba para ser la mejor alumna y lo consiguió. Abanderada en primaria y secundaria. Sus padres estaban orgullosos de ella. Fueron padres honestos que nunca le mintieron sobre su origen y nunca le negaron la posibilidad de encontrar su historia, pero ella siempre se negó a esto. Tranquilos, Juan y Elena, sus padres adoptivos, pusieron todas sus energías en darle apoyo su querida hija. La vieron crecer fuerte y segura. Vivían en un hermoso departamento en Villa Devoto, donde Emilia se crío sin darles problemas. Tuvo todos los juegos de acuerdo a sus pedidos y a su edad. Problemas económicos no existían en la familia. Juan era contador en una importante empresa americana establecida en el país hacía muchos años, y Elena era odontóloga y tenía su propia consultorio a pocas cuadras de su casa. Susana, que hacía las veces de cocinera, doméstica y niñera fue quien cuidaba a Emi, cuando volvía de la escuela. Para Emi, era una amiga muy importante que la escuchaba, la mimaba y le daba de comer. Sus amigos eran los de siempre, los hijos de los vecinos, los hijos de los amigos de sus padres, sus compañeros de estudio, que algunos se fueron quedando y otros fueron cambiando cuando entró en la universidad. En el trabajo no hizo amigos. Le molestaba que la criticaran. Sí. La criticaban porque que no se maquillaba, nunca se pintaba las uñas aunque vistiera bien y elegante. Era demasiada intromisión en su vida personal. Y no lo aceptaba.



En los veintidós años que tenía Emilia, jamás escuchó un grito o una mala reacción de parte de sus padres ni de Susana. Era toda paz en la familia Santos. Su familia.



El 13 de mayo de 2005 se recibió de Administradora de Empresas. Juan y Elena hicieron una fiesta enorme para festejar el triunfo de su hija y le regalaron un auto cero kilómetro. Emi estaba feliz y les dijo a sus padres que no iba subir al auto hasta que no tuviera el permiso para conducir. Elena se sintió apenada, porque pensó que por lo menos se sentaría la volante, pero ya estaba acostumbrada a las rarezas de Emilia. Hizo el curso para sacar su carnet de conducir y cuando lo consiguió los invitó a sus padres a cenar a un lugar elegante para poder estrenar el auto. Le pasó algo extrañó cuando subió. Sintió frío y sensación de ahogo. No le dio importancia y condujo sin tener problemas. El auto era maravilloso y ella estaba segura sus condiciones como conductora. La comida corrió sin problemas. Sus padres tomaron vino, ella gaseosa porque sabía que no debía beber si iba a manejar, comieron sus platos preferidos y luego partieron de regreso a la casa. Tomarían un champagne para festejar. En el camino, Elena, le regaló a Emilia un set de maquillaje. Le dijo que la quería ver más femenina y que le encantaría que algún día le presentase un novio. Juan la reprendió y le dijo que no la apurara a Emi, que tenía toda la vida por delante. Mientras ellos discurrían sobre el tema, Emilia volvió a sentir esa especie de angustia rara, inexplicable que le hacían sentir el auto y el plástico de sus asientos. Empezó a sentir frío y prendió la calefacción. Sus padres pararon la conversación inútil que estaban teniendo y le dijeron que hacía calor, pero ella alegó que sentía frío. Juan y Elena callaron. Cuando llegaron a la casa abrieron el champagne, brindaron por el futuro de Emi y sus padres le agradecieron a la vida tanta dicha. Antes de retirarse a sus cuartos, Elena no se olvidó de recordarle, entre risas, que el set de maquillaje era también para ser usado.







Emilia llegó a su dormitorio. Se desvistió se dio un baño bien caliente y se arropó con un pijama bien abrigado. Sabía que era noviembre, y que no hacía frío pero ella sentía un frío interno que no la abandonaba jamás. No tenía sueño, no tenía ganas de leer ni de ver televisión. Se acordó del set de maquillaje. Se levantó y lo abrió. Tenía de todo. Sombras para los párpados, diferentes tipos de pintalabios, dos tipos de correctores de ojeras, delineadores negro y café, una gama de diferentes rubores, polvos secos y volátiles, cuatro colores de bases de maquillaje, dos tipos de embellecedores de pestañas y tres colores de esmaltes de uñas. Empezó a probarse la base que le parecía más adecuada, se aplicó el corrector de ojeras, el polvo, el rubor, el delineador, el rimel y por fin el labial. Era otra persona. Se miró las uñas y eligió un rosado suave. Se las pintó con esmero. Empezó a sentir ahogo. Se miraba al espejo y se sentía de plástico. Sobre todo el esmalte. Sus uñas le daban la sensación que se asfixiaban y la asfixiaban. Se miraba en el espejo, miraba sus manos y era peor la sensación de asfixia. Se acordó del auto nuevo. La misma sensación. Bajó al garaje. Subió al auto. La asfixia era mayor. Empezó a rasgar el plástico que cubría los asientos con desesperación. Tenía un frío tremendo. Prendió la calefacción. De repente vino a su mente la imagen de una niña abandonada envuelta en plástico y papel periódico. Fue una décima de segundo, como un rayo cruzando su cabeza. Se río a carcajadas porque ahora entendía todo. Era ella. Podría deshacerse de sus problemas porque sabía los porqués. Lloraba de alegría y de tristeza. Era una mistura rara de sentimientos lo que sentía. Debía vencer el miedo al plástico, debía vencer el frío. Cambió la calefacción por aire acondicionado. Agarró con fuerza un pedazo del plástico del auto, lo enroscó alrededor de su cabeza y sintió que era libre. Pensó que las lágrimas eran todas iguales, tanto las de alegría como las de tristeza e hizo un nudo alrededor de su cuello para probar que nunca más tendría frío ni miedo al plástico, mientras sus lágrimas empañaban todo. Pero la sensación de ahogo era mayor. El plástico, entre su respiración agitada por el llanto y la emoción se le adhería aún más en el rostro y Emi se dio cuenta de lo que estaba pasando. Trató inútilmente de deshacer el nudo. Sus manos no le respondían. Eran sus uñas pintadas, pensó, porque también se estaban asfixiando.







Un vecino la encontró a la mañana muerta. Nadie supo nunca el porqué del suicidio. Nadie supo que en realidad Emi, estaba queriendo comenzar a vivir.

martes, 10 de mayo de 2011

TIEMPO DE VIDA










Los leños se van apagando poco a poco. Su crepitar se debilita hasta extinguirse en su totalidad. La mirada se pierde en lo irrecuperable.


Laura evoca y extraña.

Lugares, personas, entes inanimados que esperan en un estante, la caricia de esa mano amada ya sin fuerza que se llevó la finitud. Años juntos cuidándose el uno al otro. Ya no, está sola de él. La angustia se ocupa de ella y la toma para quedarse, sin tiempo de espera.

Laura pregunta.

Una y otra vez donde estuvieron y con quién se fueron esos años que llevan el rótulo de “Segunda Edad”. Años que pasaron de largo por su vida sin darse a conocer, sin advertirle que saltarían jugando a no volver. Mami, que suerte que el vestido del civil me lo hacés vos, un gasto menos. Ernestito tiene paperas vieja, no te vendrías a casa unos días a cuidarlo. Amor no quiero que trabajes tanto. Vivís para nosotros, desde que tuve ese maldito infarto no parás. Su familia la necesita.

Laura está sola.

Claro, ahora entiende, estaba distraída en tanto el tiempo pasaba. No lo veía. Ahora es todo suyo y no sabe qué hacer con él. La familia ya no la necesita. Se mueve por la casa buscando, ¿qué?...ojalá supiera. La mesa es demasiado grande para comer sola, en la cama falta el calor de otro cuerpo, el silencio que deseó tantas veces hoy molesta. Es el desasosiego. No lo conocía, lo descubre y no le gusta. Quisiera recobrar lo perdido. El ímpetu, las ganas, el impulso para no detenerse, el amor en todas y cada una de sus formas.

Laura vida.

Todavía es tiempo. Comienza a proyectar. Recuerda cuando le decía a su amor, proyectemos, los proyectos son vida. Toma en sus manos ese cuadro oculto que dejó hace años sin terminar, ya ni recuerda cuantos y decide darle parte de su tiempo, lo merece por la espera. Descubre los óleos secos y sonríe. También les dará vida. Siempre quiso hacer ese curso de Psicología Social y nunca pudo. Ahora puede. Laura se imagina llenando espacios vacíos, esos que la esperaron para darle sentido a su vida.


Los leños se van apagando poco a poco. Su crepitar se debilita, Laura se levanta de un salto y corre llevando más leña para avivar ese fuego. Su fuego.

lunes, 9 de mayo de 2011

25 DE MAYO 940


Foto de Juan Ignacio Luque
Es ese rincón ahora olvidado
que alguna vez guardó un secreto,
que tuvo un brillo particular e irrepetible,
que se nos fijó en la memoria
como un hito inalterable.
Es aquel lugar en el que fuimos conscientes
de nosotros mismos
por primera vez.


La ruta 226 entre Mar del Plata y Azul era un largo trayecto de cuatro o cinco horas de movilidad restringida, una interminable trayectoria que había que rellenar con juegos improvisados, lecturas previsibles y momentos de silencio. De noche contábamos las estrellas sobre un mar de tierra oscura. Pero de día eran las vacas: las holando argentinas y las Aberdeen-Angus, con cuernos, sin ellos; o el mosaico cubista de campos cultivados: trigo, maíz, papa, ciclado; o el número de  mojones ruteros entre dos estaciones de servicio. Cuando la atmósfera del habitáculo se llenaba de un olor acre y casi asfixiante, sabíamos que algún zorrino vagabundo se había meado de susto al pasar el coche. Contábamos también los nidos de horneros en los postes de electricidad; los de dos o tres pisos valían doble o triple. Nunca olvidaba algunos Patoruzú listos para canjearlos en la librería de don Ricardo por una de las Locuras de Isidoro o –si tenía tres- por una revista D'Artagnan.
El coche pasaba al lado de la estación, franqueaba la avenida Mitre con su muralla de casonas, zaguanes y portales de hierro forjado. El ajetreo de los amortiguadores al atravesar la vía nos despertaba los cuerpos entumecidos justo antes de doblar a la izquierda para tomar la avenida 25 de Mayo. El kiosco de don Ricardo, a la derecha después de la esquina; el consultorio del doctor Spadari, mi homeópata salvador, más adelante y en la mano contraria. En el 940 el auto hacía un giro y subía a la vereda hasta casi tocar el portón de entrada. Era de hierro, pintado de blanco y muy pesado. Papá lo abría, volvía a subirse al coche y avanzaba unos metros, se bajaba otra vez para cerrarlo y luego conducía por la larga trotadora hasta el fondo donde estaba la casa y los galpones. Tía Anita salía a recibirnos bordeando su increíble jardín en el que un duraznero solía llorar sin respiro sus frutos en verano, o nos esperaba en el vano de la puerta del comedor vidriado. Allí y entonces yo empezaba mis vacaciones y el viaje interminable se evaporaba definitivamente de mi conciencia. Me dejaba mimar un rato desde la permisiva severidad de mi tía que me prefería por encima de todos los vivientes. Si era de noche, nos acostábamos después de descargar con rapidez los bártulos indispensables; si llegábamos de día, ejecutábamos esa organización espontánea entre los viajeros y el anfitrión dispuesto que ofrece su lugar y todo el contenido a las visitas, y no se hable más.
Tarde o temprano, atravesando a la carrera la trotadora, yo volvía al portón de entrada que estaba justo debajo de un altillo deshabitado. Todo me parecía inmenso, a una altura inalcanzable. Enseguida me dejaba invadir por la atmósfera saturada del orín de los murciélagos que se cobijaban en los rincones privados de luz, ese perfume denso y dulzón que era parte del reconocimiento del lugar. Ya entonces me buscaba. En mi universo privado de un chico de cinco o seis años gritaba mi nombre para sentir la resonancia de aquel lugar como un gesto instintivo y territorial, igual que los perros mean sobre las meadas de los que pasaron antes.

Alejandro… Alejandro… Alejandro…

Un rato después volvía por el pasillo sin olvidar de espiar los rincones de la casona de los Arrouy ni de visitar los galpones del fondo. Al final entraba en la casa de mi tía y el concepto de aburrimiento dejaba de existir por el tiempo que duraran las vacaciones.  

Hoy todo parece más breve y pequeño, tal vez por tanto aburrimiento acumulado. Frente a la chapa con el 940 que observo como un turista perdido casi podría alcanzar el techo del altillo con mis manos. Ya no está tía Anita ni el duraznero llorón. Tampoco papá al volante. Y según me pareció ver al pasar, ni siquiera quedan horneros en la 226. Espiando a través de una hendija pude ver que levantaron una especie de dúplex al fondo, donde estaban los galpones, lo que acortó la trotadora y, seguramente, arrasó el jardín. Tampoco parecen quedar murciélagos o mi olfato ya perdió la capacidad de percibirlos. Pero el portón es el mismo. Caprichosamente blanco, manchado de óxido y bastante descascarado, aún reconozco en él las ranuras y el rigor de su nobleza. Vuelvo a gritar mi nombre, quizá con menos ahínco pero no menos vehemente, y es el viejo portón el que resuena como riéndose del tiempo. Es ese pedazo de hierro casi inalterable el que me devuelve en un eco destemplado aquella inacabada identidad mía aún intacta.