Los orígenes de Villa Cimera - "Tierras Raras"

"Villa Cimera" nació de un grupo de foristas de un diario argentino que colaboraban en un foro de microrrelatos. Cuando el diario decidió cerrar ese foro, nos "despedimos" haciendo un "cuentón" entre todos. 
El resultado es este cuento-novela que podés leer aquí abajo, donde cada uno de los "fundadores" escribió un capítulo. 
Cuando hubo que ponerle un nombre al blog, pareció lógico tomar el nombre del pueblo donde transcurría esta historia cooperativa y por eso el blog se llama "Villa Cimera". 
Luego, las vueltas de la vida hicieron que algunos se mudaran a otro pueblo, pero quedamos algunos que seguimos construyendo en éste.
Te invito a leer la historia que le dio origen a este blog.
Greis - Ghar Dell - Graciela Rapan 


EL CUENTÓN


TIERRAS RARAS


Versión e-book :
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Versión imprimible:
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Este libro fue escrito por dieciocho escritores.
Los autores:


Adela Inés Alonso
Alejandro Luque
Alicia Paolini
Celia Castro
Daniel Ángel Ríos
Georgina Walker
Graciela Rapan
Graciela Tórtora
Guillermo Baroni
Iris Faba
José Carrasco
Liliana Anfossi
Lucía Aiello
Martha Cassará
Mercedes Enrique
Rolando Correa
Teresita Bovio
Randos

Buenos Aires, 22 de febrero de 2011

ÍNDICE

PRÓLOGO
Capítulo 1 Teléfonos Descompuestos, Fénix
Capítulo 2 La Luz no es Blanca, Lilianfossi
Capítulo 3 Venganza de Mujer, Galagata
Capítulo 4 A Toda Costa, Aquel Dejo Lunar
Capítulo 5 Palomitas, pitas, pitas, pitas..., cvcspa2
Capítulo 6 Tormenta, pituti09
Capítulo 7 Los Pollos Hablan, LiliMarleen
Capítulo 8 Historia y Actualidad del Padre Balaguer, incomprensible
Capítulo 9 La Decisión, Nuria19
Capítulo 10 El Encuentro, geowal
Capítulo 11 Desesperación, Anclas
Capítulo 12 Mariángeles, gbaroni007
Capítulo 13 Salvados, GharDell
Capítulo 14 Ébelin desde las Sombras, mercedes enrique
Capítulo 15 Contradicciones, AdelaIAlonso
Capítulo 16 Con permiso de Borges, l_aiello
Capítulo 17 Según María Rosa, cuentosamanoalza
Capítulo 18 En el Puevlo,  Porteña07

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PRÓLOGO

Dieciocho compañeros de un foro moribundo decidimos que no acabaría nuestra labor con un deslizarse hacia bajíos de una tierra cenagosa. Iniciamos, por primera vez, una tarea compleja pero empujada por el placer de escribir y el doble placer de hacerlo en comunidad. El resultado está aquí, a la vista de todos los que deseen leer esta obra en la que, con tantos capítulos como autores, describimos la vida en el pueblo de Villa Cimera.
Sin otra consigna que la de contar una historia desde textos individuales y en secuencia, uno de nosotros inició el hilo libremente, plantó el lugar, algunas situaciones y los primeros personajes. Luego los otros, uno a uno, fuimos tomando lo que quien nos precedió había dejado, así, sin otra limitación que la de tejer una trama continua y coherente. Cada uno conservó su estilo, su visión y la manera de interpretar y crear los perfiles de los personajes que atraviesan la historia y los hechos de los que fueron protagonistas. De ese ejercicio resultó un relato coral cuyos componentes resuenan como los fragmentos de una imagen reflejada en un mosaico de espejos.    
Así como existe Macondo de Gabriel García Márquez, Comala de Juan Rulfo y Santa María de Juan Carlos Onetti, nosotros recreamos un pueblo en Argentina que podría estar en cualquier parte, sus límites son imprecisos, algunos dicen que inexistentes. Hemos descabalado todos nuestros Atlas y Villa Cimera parece encontrase en un rincón de ninguna parte donde alguna vez la suerte quiso que pasara el ferrocarril.
Decir: “pueblo chico, infierno grande” parece un estereotipo tan adecuado para Villa Cimera que no nos va a temblar la mano frente al lugar común. Tierras Raras, el nombre del libro, describe con pasmosa exactitud las andanzas de los personajes que viven en un pueblo por momentos demasiado humano y por momentos demasiado inhumano, lo que viene a querer decir lo mismo: pocas palabras son su propio antónimo.
Tierras Raras arrastra una aliteración un tanto férrea, así como los personajes de Villa Cimera arrastran una humanidad  imperdonable.
                                                                                                                                                        Los autores
Teléfonos descompuestos
Fénix

Villa Cimera. Viernes 14 de enero de 2011. Ocho treinta de la mañana.
–Algo tenemos que hacer. Entre todos. Cañizares ya recurrió al periodismo y La Comarca va a terminar con nosotros.
Quien hablaba era Alexis Ferraro; joven, emprendedor y honesto arquitecto de la ciudad, que pretendía construir un barrio cerrado a 3 kilómetros de Villa Cimera. Al otro lado del teléfono escuchaba Mariángeles Giani, una colega que planeaba cristalizar un proyecto similar en la misma zona.
La Comarca –el periódico local– pertenecía a un tal Cristian Laterza, casado con Ébelin, hija de Cañizares, y como era de esperar aquel hombre respondía a los intereses de su suegro, es decir, nada menos que el intendente de la ciudad.
Belisario Cañizares, digno representante de la corrupción, planeaba apropiarse de las tierras donde se construirían los barrios. La razón: un jugoso negocio inmobiliario. Varias empresas constructoras habían presentado ante la intendencia sus proyectos, haciendo que el valor de las tierras aumentara considerablemente. El caso fue que a Cañizares la idea le pareció fantástica, sobre todo si se llevaba a cabo en su provecho. La maniobra del “señor” intendente para que así fueran las cosas, consistió en aprobar la instalación de tres inmensos criaderos de pollos en aquellas tierras, empresas que según él darían trabajo a muchísima gente. Hasta aquí la medida parecía bien intencionada, pero aquello trajo aparejada la proliferación de moscas en toda la zona, una particularidad obviamente perjudicial para los futuros barrios cerrados. Como es de suponer, aquel proyecto se hizo inviable a la vez que el precio de las tierras en cuestión cayó estrepitosamente por debajo de la mitad de su valor primitivo. Así las cosas, el bueno de Cañizares lentamente comenzó a comprarlas valiéndose de un buen número de familiares y testaferros, según un plan que finalizaría antes de que él terminara su mandato, con la clausura y posterior cierre de los criaderos de pollos por parte de la municipalidad, que argumentaría justificadas razones de higiene y salud a favor de la población. Obvio resultaría decir que los propietarios de tales emprendimientos pertenecían al entorno de Cañizares; y todos ellos, al igual que el deshonesto intendente, se verían enriquecidos cuando los barrios cerrados volvieran a ser proyectados y la tierra recuperase su valor.
Mariángeles Giani, la arquitecta que hablaba con Alexis, era una muchacha casada con Norman Rubiños, un cirujano plástico obsesivo por el orden, la perfección y la pulcritud, al extremo de convertirse su capricho en una patología reveladora de cierto indudable trastorno de personalidad. Últimamente, la vida junto a Norman se había transformado en un verdadero infierno para Mariángeles, obligada a extremos como el de ordenar los alimentos en la heladera con sus etiquetas mirando hacia adelante, o a guardar la ropa en los placares dentro de bolsitas de polietileno acomodadas por tipo de prenda y color. Como frutilla del postre, Norman era muy afecto al güisqui, y en ciertas ocasiones pasado de alcohol, alguna etiqueta desordenada, una silla fuera de su lugar o una toalla que no combinaba con el color de la cerámica del baño, hacían que terminara golpeando a su mujer.
Para completar el cuadro de situación, Alexis estaba enamorado de Mariángeles, aunque respetando su matrimonio jamás se lo había confesado.
–Tenemos que reunirnos –decía Alexis en aquella conversación telefónica, refiriéndose a un puñado de arquitectos embarcados en la construcción de sus respectivos barrios cerrados–. Lo de los criaderos de pollos es una maniobra de Cañizares. A mí nadie me lo saca de la cabeza. Algo se trae ese sujeto. En la intendencia todo parece un juego de teléfonos descompuestos. Cada funcionario dice una cosa diferente.
–¿A vos te parece? –preguntaba Mariángeles, no muy convencida.
–No me parece. Estoy seguro. ¿No viste los titulares de La Comarca? El problema es que no sé qué busca ese hijo de puta.
–Puede ser que tengas razón. Demasiado bombo está metiendo el diario con el asunto de los criaderos, ¿no?
–¡Seguro!... Organicemos una reunión para el lunes.
-¿Para el lunes?... Eh... –la muchacha dudaba–: mejor lo dejamos para el viernes que viene.
–¡Pero esto es urgente, Mariángeles!
–Sí, pero yo tengo algunas cosas personales que resolver.
Las “cosas personales” eran un moretón debajo del ojo izquierdo y su mano derecha vendada.

La luz no es blanca
Lilianfossi

Villa Cimera. Lunes 17 de enero de 2011. Ocho treinta de la mañana.
“¡Estás suspendido!”. El grito de la comisaria Abelles retumbó contra la puerta entreabierta del despacho y se esparció por el descascarado pasillo que conducía a las celdas. Por estos días a María Rosa Abelles se la ve nerviosa y de expeditivo mal humor. En esta oportunidad el destinatario de su furia es Ramón –lento de entendederas y mandadero de la comisaria.  Ramón bajó la cabeza. No hubo en ese gesto fastidio ni sumisión. Enfiló hacia la puerta, los labios curvados en una sonrisa, del mismo modo que un torero contempla al toro que ha clavado sus cuernos en el territorio del matador.
María Rosa, de cuerpo atlético y fibroso pero de alma femenina, está sufriendo de mal de amores. Es la amante de Cañizares y Ramón acababa de confirmarle lo que ella sabía, porque toda mujer sabe en estos casos. Cañizares le mintió. No había ido el fin de semana a una convención de intendentes. Está seduciendo a Rocío, la secretaria del yerno, y ese fin de semana estuvo con ella en la costa Atlántica. Ramón lo había escuchado haciendo las reservas del viaje y se lo contó.
“¡Idiota!” Murmuró para sí la comisaria, recordando la desfachatada y sarcástica homilía de Ramón: se puede distorsionar un hecho, fingir en cada acción diaria, pero un pasaje de avión no miente.
Pero, ella es una mujer de armas tomar. Se vengará. Es dueña de un secreto. Por esas cosas de la vida y una redada, había pescado a Laterza en una posición no muy santa con Rubiños, el cirujano plástico. Ambos le pidieron indulgencia para que no se conociera el hecho: “Piense que esta comunidad es homofóbica. Piense en nuestra posición social. Piense en nuestra familia. Por favor, comisario”, le habían rogado casi al unísono. María Rosa sonríe recordando el gesto que hizo entonces de imitar con el dedo índice y el pulgar un cierre sobre su boca. Laterza puede ser la bala de plata que logrará fulminar el objeto de su venganza: Cañizares.
La comisaria rumia su venganza: si la jugada le sale bien, eliminaría al intendente y ella se quedaría con el puesto. Sólo tiene que presionar a Laterza y ponerse en contacto con Ferraro. También sabe de la jugarreta de Cañizares para conseguir las tierras donde se construirían los barrios cerrados porque estuvo presente en algunas reuniones con financistas. El intendente la necesitaba para homologar su poder ante esas aves de rapiña. Lo que Cañizares no sabía es que ella siempre lleva una camarita oculta para resguardo de sus acciones y dichos
¿Se dejaría presionar Laterza, o correría a solicitar la protección de Cañizares? Esa era la gran duda de María Rosa, por eso lo necesitaba a Ferraro. El arquitecto sería el soldado que va al frente. Primero por la batalla que él libraba por las tierras, y segundo porque había observado cómo el arquitecto miraba a Mariángeles en algunas reuniones de financistas; en sus ojos se notaba un amor desesperado por esa mujer que –y esto María Rosa también lo sabía– sufría el maltrato de su esposo.
La comisaria le daría las grabaciones a Ferraro y lo cebaría con el tema de Mariángeles. Después de todo el arquitecto era muy honrado; pero casi siempre, la pequeña posibilidad de conseguir lo deseado no es luz blanca.

Venganza de mujer
Galagata

Villa Cimera. Lunes 17 de enero de 2011. Por la tarde.
María Rosa citó esa misma tarde a Ferraro en su oficina. Haciendo alusión a que se había enterado del proyecto que tenía el arquitecto y estudiado sus posibilidades, la comisaria Abelles creía poder ayudarlo para que el emprendimiento llegara a buen término.
El arquitecto tenía poco trato con la mujer y no era de su agrado. La conoció en una de esas reuniones aburridas de financistas, en las que se mostraba como participante activa en apoyo a Cañizares. No obstante decidió escuchar su propuesta.
La mujer pensó que la mejor manera de ganarse la confianza de Ferraro era contándole su relación con Cañizares y el engaño al que había sido sometida por este ser sin escrúpulos. Dolida por la traición, buscaba vengarse de su amante, y había encontrado la manera de arruinarle el negocio sin perjudicarse ella y, además, favoreciendo al arquitecto. La mujer seguía hablando sin parar y Alexis la escuchaba con cierto recelo.
–Sé que debo obrar con cautela, midiendo cada paso a dar. Conozco muy bien a Cañizares y no dudo de que poco le importe a quién o a quiénes deja en el camino en tanto logre su propósito.
Ferraro comenzaba a entender a la mujer. Sin embargo, aún le faltaba escuchar la peor parte de la historia. Su cómplice y compañera, la siniestra “camarita oculta” comenzó a funcionar cuando María Rosa la accionó. En el rostro serio de Ferraro se notaba cierta incomodidad, su costado varonil rechazaba lo que oía y veía, no obstante se retuvo de manifestar su opinión.
–Ahora, y para terminar, Alexis –agregó resuelta la comisaria–, creo que ya puedo llamarlo por su nombre, necesito que me diga si está de mi parte; de ser así le contaré el plan a desarrollar para que pueda usted dar comienzo a su anhelado proyecto. Antes de que me conteste quiero que sepa que Mariángeles sabe lo de su marido desde hace tiempo. Lo soporta por miedo. Sí, él la tiene amenazada. Vino a verme una tarde y me confió la verdad. Prometí ayudarla. Esto también lo hago por ella. Ese cretino de Rubiños irá preso, sin duda. Recién entonces ella podrá confesarle su amor al hombre que realmente ama. Usted.
Alexis miró a la mujer y una rara sensación, mezcla de sorpresa y contrariedad, lo recorrió por entero en un único deseo de salir de allí lo antes posible. De inmediato supo que la comisaria era capaz de cualquier cosa en su afán de venganza. Comenzó a verla tal cual era: una mujer calculadora y con una marcada saña que aparecía en su rostro aun sin hablar.
Él no estaba dispuesto a involucrarse con ella. Además, no deseaba intervenir en ninguna sucia actividad que pudiera manchar gratuitamente ni por un tercero su buen nombre, sobre todo ahora que sabía que Mariángeles correspondía a su amor. No obstante, debía obrar con inteligencia. Sin pérdida de tiempo, el arquitecto prometió a la comisaria que volverían a encontrarse para poder tomar una decisión con calma y así evitar arrepentirse de haberlo hecho de forma apresurada. Cosa que no ocurriría, porque Alexis ya había decidido que nunca más volvería a reunirse con esa mujer.

A toda costa
Aquel Dejo Lunar

Villa Cimera. Lunes 17 de enero de 2011. Por la tarde.
Acababa de descolgar con un elocuente hasta mañana, querido, y frente al espejo del recibidor no pudo contener el esbozo de una sonrisa sardónica. Sabía muy bien que las reuniones de editorial para los días de semana rara vez requerían la presencia de su marido. Las repetidas indisponibilidades que de un tiempo a esta parte Cristian le anunciaba por teléfono a último momento rezumaban los sulfuros de la infidelidad. De alguna extraña manera esas ausencias le contagiaban una euforia que opacaba su previsible condición de víctima, pero también borraban las huellas de cualquier sentimiento de culpa. Sí, porque Ébelin ya no amaba a su marido, si alguna vez realmente lo hizo, y esos tiempos de escapada en los que él suponía que su cándida mujer se quedaba displicente esperándolo en la casa, ella los aprovechaba al máximo en muy buena compañía.
Mientras recorría el listado telefónico del celular, Ébelin se volvió a preguntar por enésima vez por qué los hombres mayores que ella siempre la habían defraudado. Su padre, el primero, que había engañado a su madre con prácticamente todas las mujeres de Cimera, para entregarle su mano al editor de La Comarca por intereses oscuros y sin su consentimiento. El padre Balaguer, al que ella supo admirar por la claridad de sus sermones, que no ahorraba caricias acaloradas entre absoluciones babosas y quejidos santísimos que la habían obligado a abandonar la confesión. Y Cristian, cuyo minimalismo sexual la obligó a sentirse durante muchos años como un ser casi asexuado. Cuando supieron que Ébelin no podía quedar embarazada debido a la escasez de los espermatozoides de su marido, el poco sexo que tenían terminó por reducirse a cortas sesiones mensuales sin otro interés que el del protocolo conyugal. Pero Ébelin nunca mostró su insatisfacción. Por el contrario, siempre sonreía y aceptaba displicente como si esa especie de celibato matrimonial fuese algo natural e, incluso, agradable. Por todos esos eventos, la hija del intendente, la mujer de Laterza el de La Comarca, como solían llamarla en los círculos del pueblo, tenía suficientes razones para aborrecer a los hombres mayores que ella.
Cuando encontró el número que buscaba, respiró profundamente para organizar el mensaje que iría a dejar en el contestador si nadie respondía. Llamó, y antes de escuchar el primer ring miró el reloj de péndulo de la entrada: cinco minutos para las ocho. Pensó en quién podría estar acariciando la piel de su marido y qué estaría sintiendo él, tan asceta y parco. Sintió algo parecido a la pena, o quizá más bien fuera un enternecimiento. Después de todo, el golpe para él sería terrible. Segundo ring, y Ébelin contuvo su impaciencia previendo la cara del viejo Cañizares cuando se enterara. Sentía un regocijo casi obsceno imaginando que su padre recibía la noticia en el mismo lecho de su actual amante, la comisaria. El tercer ring, y descolgaron del otro lado de la línea.
“Hola”, “Cristian no viene esta noche, nos vemos donde siempre”, “Ya salgo para allá, Ébe, no te imaginas el día que he tenido”, “Ya me contarás, chau”.
Colgó, fue a la habitación y se cambió el vestido por unos jeans y una camisa holgada. Sobre la cama estaba el dispositivo que había traído del baño antes de que Cristian la llamara. Una mancha circular azul se veía aún más nítida debajo de la frase escrita en negro: embarazo positivo. Como minutos atrás, una ráfaga de vértigo pretendió embargarla, pero Ébelin la esquivó pensando en que esta vez las cosas serían diferentes. No era un hombre mayor que ella el responsable de su embarazo, no. No podría hacerle mal, no. A pesar de esos diez años de diferencia, de todas las diferencias, no le haría daño porque él era como ella. Sí, igual que ella que ya comenzaba a sentirse madre y debía convencer a Ramón de que valía la pena ser padre, a toda costa.

Capítulo 5
Palomitas, pitas, pitas, pitas…
cvcspa2

Villa Cimera. Lunes 17 de enero de 2011. Noche.
Ser lento de entendederas tiene sus ventajas y aún muchas más si la torpeza es impostada. La gente no repara en tu presencia, la gente habla, no cuida lo que dice o hace, no se recata. Ramón aprendió esta táctica en su infancia, en aquellos largos años de colegio en los que su cobardía a la hora de encarar juegos arriesgados y bromas pesadas podría haberle acarreado el menosprecio de sus condiscípulos. Pero Ramón supo cómo sobreponerse a sus carencias. Desde muy corta edad comprendió que el poder y el respeto no se ganan siempre con la fuerza, que esa misma pusilanimidad que constituía la marca de su carácter podía, si sabía utilizarla, beneficiarlo de formas impensadas. Si nos enamoramos de nuestros defectos, éstos sabrán recompensarnos.

        “Hacerse el tonto”, como vulgarmente se dice, traía aparejada una sorprendente consecuencia: multitud de secretos ajenos llegaban a sus oídos o se materializaban ante sus ojos. Y conocer secretos ajenos es una fuente inagotable de poder.

        Desde aquella época a ésta Ramón no ha hecho más que depurar su táctica; y en la actualidad, en su modesto oficio de correveidile, nadie en Villa Cimera sería capaz de adivinar el enorme poder que se guarece bajo su apariencia anodina y sus educadas maneras.

         Han de ser esas maneras, la finura de su voz, ese aspecto de no haber roto nunca un plato, los que atrajeron hasta sus brazos a Ébelin. A esa zorra aburrida y rodeada de zafios –se dice Ramón mientras, como una simetría sincrónica a la de su amante, también se mira en el espejo antes de salir a la cita acordada y casi, casi siente la tentación de lanzar un beso a su propia imagen de hombre apocado. No se reprime, sin embargo, a hablarle en voz alta a su reflejo: “Con lo que yo sé de Villa Cimera, más lo que barrunto, podría acabar con todos los Cañizares, Laterzas, Rubiños, comisarias…”
        De momento, Ramón se atusa el pelo y, al hacerlo, es como si el contingente de esos secretos meticulosamente ahorrados se ordenara al mismo tiempo que los mechones: uno con los secretos de Cañizares; otro, con los de Laterza; sobre la frente, los de la comisaria; por detrás de la oreja izquierda, los de Rubiños; de la derecha, los de su “querida” Ébe y en las sienes, bien presentes para no ser olvidados, los de Ferraro y la Giani, ese par de tortolitos que, según sus sospechas, podrían esconder un corazón de viejas urracas.

        “El tonto Ramón os tiene a todos bien enjauladitos. Preparaos para comer de su mano, palomitas, pitas, pitas, pitas…” Y, con una carcajada, sale de casa rumbo a su cita con Ébelin.

        La noche está cálida; las luces de Villa Cimera parecen alumbrarlo sólo a él. Se siente el amo de la ciudad pero, ¿cómo no serlo si conoce hasta los secretos del alcantarillado? Y quien conoce las cloacas es más poderoso que quien sobrevuela los cielos.

        Mientras recorre el trayecto que lo llevará hasta Ébelin piensa que su amante lleva unos días un poco rara. Tendrá que sonsacarle eso que calla y será fácil. Ramón se sonríe aunque la sonrisa le dura poco. Primero un rostro conocido y después una voz surgen de la penumbra de una esquina.

        “Hola, Ramón, ¿dónde vas?”
        Le hubiese gustado a Ramón preguntarle lo mismo pero no le da tiempo y, además, acaba de entender a la perfección a dónde iban ese rostro y esa voz tan conocidos.

        Un ligero chasquido como de lápiz al quebrarse, un repentino calor en el centro de su pecho, un borbotón ardiente y la certeza de una negritud que se agranda, que ya lo ocupa todo en su vocación de eterna, le atestiguan en el último instante de su vida que esa persona iba de caza.

Tormenta
pituti09

El humo del veintidós se confundía con las sombras que habían ganado la ciudad. Miró el arma con complacencia: sí… calibre veintidós… nada ruidosa… un pequeño proyectil que al penetrar en la blandura de los tejidos se va abriendo camino, chocando con los huesos, destruyendo capilares, arterias y todo aquello por donde ahora se esfumaba en regueros rojizos y marrones la vida del idiota.
“Imbécil” –pensó–. “¿Cómo demonios una mujer tan atractiva pudo enredarse con este montón de mierda?”. Guardó el arma aún tibia. Caminó con cautela, a pesar de tener la seguridad de que no habría testigos; esa esquina era perfecta para la emboscada: casas grandes con grandes terrenos rodeados de tapiales.
En realidad, le importaba muy poco la incongruencia de esa relación casi obscena. Había otros asuntos… Y de ninguna manera iban a verse obstaculizados por la intromisión de un poca cosa como el mandadero ése. El cielo, que momentos atrás mostraba la luz amortiguada de las estrellas, comenzó a encapotarse rápidamente. Un furioso viento sur levantaba remolinos de hojarasca y despertaba lamentos en los pinos del vecindario. No pudo evitar cierto estremecimiento. Apuró el paso mientras las primeras gotas –enormes– parecían querer taladrarle el rostro.

–Listo el pollo –dijo con sorna, remarcando la palabra “pollo” como para que quede claro su doble significado.
–Mejor que no surjan más complicaciones –le respondió su interlocutor sentado detrás de un escritorio, acomodándose los bigotes–. La cosa puede ponerse fea y arruinarse… No es fácil cubrir todos los detalles, sino fijate el idiota ése: nadie lo tenía en cuenta y… –se interrumpió. Un furibundo trueno hizo vibrar la ventana.
–¡Qué tormentita! Debe estar todo inundado. ¿Qué pasará cuando se descubra el cuerpo?
–Asaltos hay todos los días –ironizó el hombre–. Robos y asesinatos por un par de zapatillas. Uno más… Además, ¿a quién carajo le va a importar un infradotado como ése? Ébelin… hmmm… no creo que la cosa sea tan seria, no me cabe en la cabeza… ¿Cómo no me dí cuenta de que el otro tarado era un maricón? ¡Y yo que los odio!
–Bueno, bueno. Tranquilo. Eso no es ningún pecado. La gente es como es, y listo.
–¡No me hables de pecados ni monaguillos! ¡Todo eso no es más que una mierda así de grande!; mirá: ¡así! Lo único que gobierna al mundo es la guita, ¿entendés? No hay nada que no se pueda comprar ni arreglar. Ya lo vas a aprender…aunque me parece que vas rápido. ¿Dónde te enseñaron a manejar el fierro? No, pará… no quiero saber. Ahora andate y tratá de que no te vean.
–Che, me da un poco de miedo. ¿Y si me descubren?
–No va a pasar nada. Te lo digo yo. Todo va a salir bien. El plan sigue en marcha. Vamos, te acompaño. Lamento que tengas que mojarte más, pero no te presto un paraguas porque es mejor cuidar todos los detalles, ya te lo dije.
–Está bien, nos vemos mañana.
–Sí. Hasta mañana.
Mientras se alejaba, sus ojos se posaron con deleite en esa figura juvenil a la que la adherencia del agua le dibujaba esas formas que él conocía de memoria. Cerró la puerta y tomó un pequeño vaso de plástico. Un cafecito vendría muy bien. La lluvia invitaba.

Capítulo 7
Los pollos hablan
LiliMarleen

Villa Cimera. Martes 18 de enero. Muy temprano por la mañana.

Belisario Cañizares desayuna pensativo. La doméstica deposita el diario sobre la mesa. El aroma del café y el olor a tinta disparan un duelo interno en este hombre acostumbrado a los juegos fuertes.

        Hoy no leyó en detalle las noticias, solo se remitió a sobrevolar la sección que más le interesa: Economía. Como de costumbre, en el tapete se encuentra el tema de los criaderos. La falta de oportunidades laborales se agrava día a día, y si bien proyectos de este tipo generan una buena acogida entre los más humildes, despiertan el mayor de los rechazos en los ambientes de alto poder adquisitivo. La Cimera ya viene sufriendo las consecuencias de estas instalaciones, las que le pertenecen y están en manos de testaferros. 

        Cuando pasó a la Sección Policiales, se encontró con un recuadro que informaba sobre el hallazgo producido la noche anterior: un hombre asesinado en la vía pública. Apuró el último sorbo de café y cerró el diario. Partió hacia la intendencia.

        Al llegar, le extrañó no ver a su secretaria, casi vitalicia y siempre puntual, que a los pocos minutos entró crispada a la oficina. Cañizares la miró con extrañeza ya que la conocía como una mujer tranquila. En la intendencia, cuando se hablaba de ella, se decía: “nunca se sabe si va o si viene” porque hablaba bajo y sus pasos no se oían.
        –¡Mataron a ese pobre muchacho! –exclamó la mujer–. ¡Vivía a pocos metros de mi casa!
        –¡La inseguridad  es un problema que vamos a tener que resolver de una vez por todas! –enfatizó Cañizares como si se estuviera justificando.

        En la tarde, el intendente llamó a su amiguita Rocío para pedirle que le consiguiera una entrevista urgente con la psíquica que ella consultaba. Rocío no se hizo esperar: cuando le devolvió el llamado ya tenía todo arreglado.

        Al otro día y en la hora fijada, Belisario esperaba ansioso frente al despacho de Madame. Si bien era un hombre de fe (de los que nunca  faltan a misa) no podía negar que sentía atracción por todo lo referido a las diferentes mancias.

        Pero Madame no era una más, era otra cosa. Había estudiado geobiología en París, podía detectar las zonas que resultan dañinas para los seres vivos, pero también las buenas y las muy buenas. Su especialidad eran los enrejados Hartmann, los que marcan los rayos cosmotelúricos y los cruces de agua, además de autodefinirse como una psíquica natural. Era la persona indicada, ahora más que nunca debía  ponerle máquina al negocio de esas tierras, despejar dudas y ahuyentar a cualquier “pájaro de mal agüero”.

        Madame lo hizo pasar a su despacho. Se sentaron y conversaron algunos minutos. En un momento ella se incorporó y le pidió que extendiera los planos sobre su amplio escritorio. Deslizó sus finos dedos sobre las áreas que le marcó Cañizares y se detuvo en un punto: “¿Qué es lo que está emplazado ahí?”.

        Enseguida Belisario le aclaró que ahí funcionaba un establecimiento avícola, parte de otros dos establecidos en la zona que producían malos olores, atraían muchas moscas y eso enojaba a los vecinos. Justamente en el terreno que ella se había detenido se estaban muriendo las aves a causa de un virus misterioso e inmanejable.

        –Trate de hablar con los dueños del establecimiento y recomiéndeles que quemen todas las aves,  las muertas y también las que queden vivas,  no hay otro remedio posible.  Por otra parte no estaría de más alertar a los otros empresarios avícolas para que actúen  preventivamente.

        –Sin dudas deben de estar al tanto, pero igualmente nos ocuparemos –apuntó Cañizares sin dejar de agregar–: y respecto a las otras áreas en cuestión, ¿cómo las siente? –Hacía algunos años alguien le había contado sobre el cementerio que se hallaba  en las profundidades, pero no le había asignado importancia.
        –Lo más prudente y seguro es tratar el tema in situ, son campos grandes –aconsejó  Madame.

        En realidad se le habían quedado más cosas en el tintero, pero ella estaba tratando de acortar la entrevista, de modo que se despidieron y quedaron en hablarse los próximos días para actuar en consecuencia.

        En el viaje de retorno a Cimera, Belisario pensaba si era prudente  hacer una visita acompañado por la psíquica; son parajes solitarios pero siempre existe el riesgo de que algún halcón desde lo alto agudice su mirada. No acostumbraba a dejar hilos sueltos. Lo pensaría más tranquilo.


Historia y actualidad del padre Balaguer
incomprensible

Villa Cimera. Antes de 2011.
El Padre Balaguer (ex monseñor nombrado por Juan Pablo Segundo) había trabajado con su rígido cayado en los alrededores de la Ciudad de Buenos Aires.
A pesar de su edad, el religioso solía gozar de inexplicables intercambios sexuales con las alumnas del colegio secundario El Santo Sepulcro, del cual había sido director, profesor de catecismo, ética y buenas costumbres.
Cuando la Curia de Buenos Aires intercedió por el oscuro asunto ante el Santo Padre, este lo degradó a cura párroco con indicación de sepultarlo en un pueblucho. El padre Balaguer sintió que le clavaban espinas en el pecho y cuando lo destinaron a la parroquia de Villa Cimera sintió que se moría.
La primera tarea de Balaguer había sido interiorizarse de los chanchullos de sus pobladores mediante un relevamiento de pecados que iba incorporando “religiosamente” a un legajo personal que fue armando a través de los años. Esta era una costumbre habitual en el gremio de las sotanas cuyo objeto consistía en intercambiar información con las autoridades policiales.  En coincidencia con las novedades que circulaban por el pueblo, una de las primeras tareas que se había encomendado el cura fue la de conceder una entrevista de mutuo reconocimiento con la máxima autoridad civil, el intendente Belisario Cañizares. En aquel entonces se produjo un diálogo por demás interesante.
–Señor intendente, ¿hay alguien en el pueblo que se encuentre en pecado mortal? –disparó sin remilgos el hombre de Dios.
–Eh… bueno, padre, no sé qué decirle. Usted sabe, pueblo chico infierno grande.
–Cuénteme lo gordo, dejemos la hojarasca para luego.
–Lo de siempre, padre, lo de siempre. Un par de homosexuales, alguna aventura extramatrimonial, unos pocos adulterios; ya sabe, lo de siempre.
–Intendente, yo sé que usted sabe que yo sé. –Estas palabras fueron dagas en el corazón de Cañizares.
–No lo comprendo reverendísimo –dijo sofocado el político.
–Mire, no estoy aquí para preocuparme por los pecadillos de unos pueblerinos. Lo que quiero es que usted me cuente el tema del valor de la tierra que está por comprar y cómo vamos a manejarlo.
–Pero padre, esos son asuntos políticos –quiso defenderse el intendente.
–Políticos, las pelotas. Con menos de un 20% no me conformo. Estoy al tanto de la compra de terrenos a precio vil y la iglesia necesita arreglos en el techo, ¿por qué será que a las iglesias siempre se les rompe el techo?
–Bueno padre, estoy seguro de que no va a ser un 20%, pero a algún arreglo vamos a llegar. –El intendente hablaba de igual a igual con el cura, los negocios sucios juntan a los corruptos.
–¿Vio qué fácil fue llegar a un acuerdo? –dijo el cura apoyando la espalda en su sillón por primera vez.
–Bueno, padre, hay algunos temas que debemos solucionar a cambio de lo de las tierras.
–Di, hijo mío, di –pronunció Balaguer condescendiente.
–Mi hija, Ébelin, está casada con un homosexual que mantiene relaciones con el cirujano plástico que a su vez está casado con la arquitecta Giani y es alcohólico y golpeador.
–Ay, hijo mío, eso es  hojarasca –dijo el cura haciendo un ademán despectivo con la mano.
–Pero padre… –El intendente trató de interesar al cura en un tema que lo preocupaba.
–Nada, de eso nada. Eso sí, ¿cómo me dijiste que se llamaba tu hija? –El cura ya lo tuteaba.
–Ébelin.
–Decile que venga, yo te la voy a enderezar con ejercicios espirituales, se le van a pelar las rodillas cuando acabe.
–Gracias padre.
–Para eso estamos, hijo mío, para eso estamos. Ah, de paso, decile a la comisario que venga también. Las relaciones entre la policía y el clero siempre han sido muy estrechas. Tengo entendido que vos salís con ella.
–Eeeeste, sí.
–Bueno no se hable más, nos hablamos; y eso sí, están todos perdonados.

La decisión
Nuria19

Villa Cimera. Noche del lunes 17 y madrugada del martes 18 de enero de 2011.
Aquella noche, ni la feroz tormenta la haría desistir de ir al encuentro con su amado y mientras metía algunos cambios de ropa en la maleta, Ébelin volvió a pensar en su padre. Como un relámpago, la atravesó el recuerdo de aquella vez cuando la convenció de ir a ver a Balaguer. Se volvió a decir a sí misma que Cañizares sabía entonces a las fauces de quien la entregaba, pero de toda evidencia sus intereses contaban más que su propia hija. Hacía ya mucho tiempo que el vil cura se habría cansado de esperarla para escuchar sus nuevas confesiones.
Ébelin, había sido formada en la falsedad, el desamor, el manejo de los contubernios. Quedó atrapada tanto en esas redes que, con el paso del tiempo ella y a pesar de soportar todo tipo de destrato, había aprendido a ser tan despiadada como todos los demás. Excepto con Ramón, el gran amor de su vida. Transitó cada vez más segura los escabrosos senderos de la simulación y la perversidad. Cobraría revancha por todos los sufrimientos, viejos y nuevos, que se apilaban en su existencia como los pollos moribundos en las jaulas.
En ese momento, todavía no sabía cómo llegaría a desear las agrias mieles de la venganza. Ébelin tenía varios ases en la manga. Algunos correspondían a confidencias que su amante le había hecho sobre ciertos habitantes del pueblo. Varios de estos datos eran bien pesados y los sabría usar en el momento oportuno.
Iba pensando en todo esto mientras iba a encontrarse con él. La lluvia torrencial la obligó a buscar reparo. Detuvo el auto y aguardó en la última estación de servicio del pueblo, que a esas horas se hallaba desolada. El encargado dormitaba en el interior, nadie la había visto. Estuvo allí el tiempo suficiente para hilvanar unas cuantas ideas. Toda ella, sin embargo, vibraba de emoción cuando imaginaba la reacción de su amado al enterase de que ¡iban a ser padres! Sólo tenía que convencerlo de que partieran juntos de aquel infierno esa misma noche.
Si bien el clima se mostraba impiadoso aún, la fuerza de la borrasca empezaba a ceder. Seguiría avanzando, entonces. Era extraño que Ramón no le contestara sus llamadas. “No tendrá señal”, se dijo, y prosiguió llena de alegría el camino. Su anhelo: quería ganarle al tiempo. ¡Pobre muchacha! El destino, guiado curiosamente siempre por las manos de aquellos que –se supone– deberían haberle brindado sólo amor, se retorcía feroz en su contra.
Llegó al lugar previsto, ya casi no llovía. Buscó la linterna en el baúl del auto y echó a andar. Su sorpresa fue enorme cuando vio a lo lejos un cuerpo inerte en el suelo. Se puso en guardia y volvió al coche para buscar una barreta de metal. Así armada y mirando en derredor se aproximó con cautela. El grito agudo y el llanto descontrolado de la mujer resonaron en el ámbito desvestido de una naturaleza todavía hostil. Horrorizada comprobó que era el cuerpo de Ramón y que estaba muerto. Los ojos del hombre se encontraban totalmente abiertos, como quien hubo implorado clemencia al cielo sin haberla obtenido. Lo besó, lo estrujó contra su pecho, y ahogada en el desconsuelo lo acunó por horas como a una criatura. Era el final y el comienzo de otra etapa. Acababa de tomar una decisión y la cumpliría a rajatabla.
          Casi en trance, volvió al coche y buscó en la maleta ropa limpia. Pensó: “si tan sólo hubiese llegado antes, quizás estaría vivo”. Comprendió acabadamente que alguien se había deshecho de él, porque su presencia no convenía a los intereses espurios que se jugaban en Villa Cimera. Se higienizó como pudo, se cambió la ropa manchada de sangre, se arregló la cara y partió rumbo a su casa. Cristian, por supuesto, dormiría entre otros brazos.
            En camino, Ébelin empezó a delinear el plan. Lo antes posible partiría a la ciudad donde estudiara de joven. Diría que iba a visitar a una entrañable amiga del secundario y que haría compras, dado que necesitaba renovar su vestuario. De la agenda de su padre había extraído en su momento varios nombres. Ella sabía bien que pertenecían a hombres de averías, verdaderos sicarios. Uno de ellos había terminado en malos términos con el intendente. A él, recurriría.

El encuentro
geowal

En la vecindad de Villa Cimera. Viernes 21 de enero a las 13 en punto.
Mariángeles casi no podía contener el nerviosismo que le producía esperar a Alexis en el restaurante del pueblo vecino a La Cimera. Habían quedado en encontrarse allí para no agitar más las aguas después del revuelo que había producido en el pueblo el asesinato de Ramón. Ahora más que nunca debían ser prudentes. Pero no era eso lo que agitaba su corazón, sino el inminente encuentro con el único hombre que le importaba. Alisó los pliegues del pantalón color marfil que eligió para la ocasión y buscó apurada en la cartera un espejo para ver una vez más que el maquillaje había hecho maravillas en su rostro. Aunque ya no había rastros visibles de la última golpiza que le había propinado el indeseable, era demasiado grande la herida que sentía en el alma y no pensaba seguir soportando los ultrajes de su marido. Estaba resuelta a dejar a Norman y le diría a Alexis toda la verdad sobre sus sentimientos. Sabía que podía contar con él.
Cuando lo vio entrar por la puerta todo el dolor se evaporó y no pudo más que admirar su porte sereno y confiado; vestía un atuendo informal, típico de él,  jeans color beige y camisa sport a rayas blancas y azules. Sostenía con displicencia un portafolios negro que dejó caer en la silla para saludarla con un beso en la mejilla.
–Perdón por la demora Mariángeles. No podía irme de la oficina, un cliente inesperado me retuvo más de la cuenta. ¿Cómo estás?
–Ahora que llegaste, mejor. Te confieso que estos días estoy nerviosa con todo lo que está pasando.
–Sí, y no es para menos. Se está complicando cada vez más nuestro proyecto y…
–Alexis…
–Sí, decime linda.
–¿Podemos por un rato no hablar de negocios?
–Sí, perdoname. Soy un torpe. Es que todo este asunto me está consumiendo.
Ella comenzó a hablar, lenta y pausadamente; en sus ojos vidriosos se concentraba un dolor profundo. Le bastaron unos minutos para enterarlo de todas las penurias que había sufrido el último año. Alexis fue transformando su gesto atento y concentrado en una rabia brutal que lo consumía. Sólo imaginarla en esas situaciones una y otra vez lo volvió loco.
–Es un hijo de puta. Voy a matarlo.
–Si te cuento todo esto es para que sepas que ya me decidí a dejarlo. No hagas nada, por favor. Eso empeoraría las cosas.
–No vas a volver a esa casa, Marian. ¿Cómo pudiste aguantar tanto tiempo con ese animal?
–Es que me amenazó con que iba a matarte. Nunca soportó ni que mencionara tu nombre.
–Sospecha que te amo, el muy… –Al instante, Alexis se dio cuenta de lo que había dicho, y tomándola de las manos, agregó–: Bueno, ya lo sabés. No fue muy romántica mi manera de declararme…
–Yo también te amo –lo interrumpió ella, tapándole la boca con la mano temblorosa.
Por un momento el tiempo pareció detenerse. Los sentimientos reprimidos fluyeron sin palabras, sus miradas se fundieron en un abrazo cálido y protector y el miedo se convirtió en determinación. Mariángeles ya no estaba sola, y en el amor de Alexis encontraría la fuerza que le había faltado para luchar contra la violencia y la corrupción que la rodeaba.
Supo que nadie podría ya detenerlos.

Desesperación
Anclas

Villa Cimera. Noches del lunes 17 y viernes 28 de enero.
Con mucho cuidado, Ébelin y Ramón vivían su aventura en la trastienda de Villa Cimera, lo que no podía continuar. Por eso Ébelin había hecho planes para irse de ese pueblo maldito. Ella soñaba con una vida distinta en la que pudiera criar a su hijo con buenos valores morales, y estaba convencida de que Ramón aceptaría partir de aquel infierno.
De forma indirecta, ella lo había sugerido muchas veces entre las profundas caricias que supo robarle a la oscuridad. Como hija de un personaje corrupto, conocía de oído demasiadas cosas turbias que se forjaban en el municipio. Además, Ramón le había confiado que tenía acceso a ciertas cuentas privadas de la intendencia en las que descubrió que un narcotraficante tenía atrapadas a varias figuras de Villa Cimera en una red maquiavélica.
Por eso había que convencer a Ramón de partir; sin embargo, aquella noche alguien lo había asesinado y ya nada tenía sentido para Ébelin, ni siquiera lo que empezaba a llevar en su vientre: sólo la venganza ciega.
Loca de dolor, Ébelin consolidó su obsesión para cobrarse todas las deudas. La noche del crimen, luego de haber llegado a su casa aún vacía de un marido infiel, trabajó sin descanso recopilando datos y recuperando los archivos que Ramón le había dicho haber encontrado.
A medida que pasaban los días, y con una desilusión que de alguna manera esperaba, Ébelin fue descubriendo los detalles de los negociados de su padre –avalados con estrategia por su amante, la comisaria– que pretendía apropiarse de la iniciativa de los barrios cerrados. Ramón le había hablado también del negocio del albergue de estudiantes que se había abierto con la venia del nuevo párroco y en total impunidad. En realidad, se trataba de un prostíbulo encubierto en el que los jerarcas del pueblo saciaban sus bajos instintos y sus dependencias personales y zonales, introduciendo generosas limosnas en un cofre que se abría una vez al mes en la sacristía para repartir el diezmo entre los verdaderos amos. El viernes 28 por la tarde terminó de imprimir todo. Sin reparar en el volumen de la información, introdujo todas las pruebas en un sobre previamente estampillado que depositaría en un buzón antes de proceder.  
Así, con una demencial lucidez, Ébelin tramó su plan paso a paso. Todos y cada uno pagarían muy caro la muerte de su Ramón. Volvió a la estación de servicio que la había cobijado de la tormenta la noche del crimen donde esta vez se había dado cita con el exsicario de su padre. Luego de que el hombre verificara su pago, Ébelin le extendió un mapa de Cimera en el que cuatro cruces habían sido dibujadas sobre ciertas viviendas. El hombre partió sin decir palabra y con sigilo rumbo a Villa Cimera. Moviéndose al amparo de la noche fue dejando latas de gasolina en lugares estratégicos. Ébelin esperó un buen rato antes de seguirle los pasos.
En la madrugada, la casa de su padre, la de la jefa de policía y la sacristía estallaron como volcanes que se ponen de acuerdo para responderse. Las llamaradas iluminaron el cielo oscuro de Villa Cimera mientras todos corrían despavoridos sin imaginar qué había ocurrido.
Tan serena como enajenada, Ébelin llegó a su casa, abrió la puerta y las llamas la devoraron.  

Mariángeles
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Villa Cimera. Viernes 28 de enero. Noche.
Alexis Ferraro transitaba la oscura noche analizando su proyecto. En silencio miraba una y otra vez la maqueta del barrio cerrado como buscando algún descuido. “Quizá pueda mejorar la ubicación de alguna casa o de la cancha de golf”. No encontraba errores. No tenía sueño. No estaba tranquilo. Caminaba ensimismado de un lado a otro de la habitación. Sabía de los negociados de Cañizares. Sabía lo de Laterza y Rubiños. Sabía también que los rápidos trámites que derivaron en la instalación de los criaderos de pollos en esos terrenos tan preciados eran reversibles. La conversación con la comisaria Abelles lo mantenía esperanzado en lograr ganarle la pulseada a Cañizares. Y en ayudar a Mariángeles… Mariángeles… su mente estaba inmersa en Mariángeles.
Como queriendo cambiar de aire encendió el televisor sin dejar de girar sobre los mismos pensamientos, sin apartarse de Mariángeles. Había mantenido un encuentro con ella donde el espejismo misterioso del amor fue el centro de la cita, se habían declarado el amor del uno por el otro, y sin embargo Alexis Ferraro estaba aturdido. Si el amor existía, él amaba a Mariángeles; esa era la única certeza que tenía. Y ya no era secreto. Repentinamente se sintió amenazado, no era un amor secreto. Mariángeles dijo que iba a dejar a su marido, y había que esperar la reacción del cirujano. Entonces Alexis Ferraro sintió que debía hacer algo pronto: sentía que el amor por Mariángeles le permitiría hacer cualquier cosa.
Apagó el televisor sin lograr abstraerse de sus pensamientos, sus malos pensamientos. Imaginaba golpes, concebía gritos, bosquejaba a Rubiños borracho, maloliente, desvergonzado. “Si pudiera rescatar a Mariángeles, pero cómo”. Pensó en hablar con él, pensó en darle una golpiza que no olvidara nunca, pensó firmemente en matarlo. “Voy a matarlo”, le había dicho a Mariángeles. Esas palabras sonaron ahora ostentosas en su cabeza. Tenía coraje, eso sí, pero nunca había matado. Reflexionó sobre el coraje: le sobraba para hablar, incluso para pelear. Entonces supo que no podría matarlo.
Mariángeles vivía una condena difícil de sobrellevar y poco podía hacer Alexis Ferraro para aligerarla. En esa meditación estaba cuando las sirenas de los bomberos comenzaron a anunciar la tragedia. Inesperadamente sonó el teléfono. Ferraro atendió al instante. “Auxilio” alcanzó a escuchar antes de que un golpe seco cortara la comunicación.

Salvados
GharDell

Villa Cimera. Viernes 28 de enero. Noche.
Alexis corrió a su auto y manejó enloquecido las pocas cuadras que lo separaban de la casa de Mariángeles. Abrió la puerta de una patada –en Cimera nadie tiene cerraduras muy fuertes, no son necesarias cuando todos se conocen– y entró en una ráfaga de desesperación al dormitorio.
Mariángeles, la cara ensangrentada, tenía los ojos desorbitados en un vano intento por respirar. Rubiños la estaba ahorcando, las manos rojas como prueba irrefutable de su violencia.
–Maldito…
Reaccionando sin pensar, Alexis lo tomó de los hombros y lo hizo girar hacia sí con fuerza para pegarle puñetazo tras puñetazo tras puñetazo. Recobró la razón y se dio cuenta de que sus manos también estaban rojas y que el hombre hacía rato se había desmayado.
En el suelo, Mariángeles tosía entre lágrimas, incapaz de incorporarse.
Se sentó junto a ella y la abrazó con ternura, acariciándola como si fuera una niña asustada.
–Ya pasó. Ya pasó, mi amor, ya pasó…
Entraron corriendo a avisarle. Borracho como estaba, el padre Balaguer se dio cuenta de que su lugar estaba junto a la iglesia en llamas. Tenía que llegar pronto si quería conservar algo de su imagen sacerdotal. Salió a los tumbos del albergue de estudiantes donde estaba "aleccionando" a dos pupilas y a medida que se acercaba crecía su santa indignación.
–¿Quién pudo cometer tamaño sacrilegio? ¡Profanar de esta manera la casa de Dios, nada menos! ¡Se está quemando el dinero de las colectas, de las donaciones! –El temor a perderlo todo disipaba los efectos del alcohol en su cabeza.
–¿Qué es ese olor?
Atontado, Cañizares vio el resplandor entre el humo y supo que algo andaba muy mal. El comedor de María Rosa estaba incendiándose, la alfombra era una pradera de fuego y los muebles, arbustos en llamas. Nubes negras enrarecían el aire y era difícil permanecer de pie.
Pensó en despertarla y estiró el brazo, pero se arrepintió. Quizás fuera una buena oportunidad para sacársela de encima. Hacía tiempo que la comisaria se portaba extraña con él, como si sospechara lo de Rocío, y si se le ponía en contra podía ser una enemiga de cuidado. Se vistió a las apuradas, y mientras escuchaba a lo lejos la sirena de los bomberos salió por la ventana que daba al patio trasero.
Quedó congelado.
Su casa, a pocos metros de allí, era un infierno. Corrió hasta que el calor le impidió acercarse más. No podía dejar de pensar en sus papeles, su dinero, las joyas. Maldijo el día en que consideró que una caja fuerte anti-fuego era demasiado cara. Maldijo a quien fuera que hubiera causado el incendio. Maldijo a los bomberos que todavía no habían llegado. Maldijo al cielo que no mandaba lluvia. Maldijo a todos y a todo, excepto a sí mismo, y se sentó en el césped a llorar.

Ébelin desde las sombras
Mercedes_enrique

En la gran ciudad. Madrugada y mañana del viernes 21 de enero.
La noche era tan oscura como silenciosa, sólo el ladrar de algún perro y el cantar de unos pocos grillos rompían esa paz que todo lo cubría. Menos el corazón de Ébelin, que desde la muerte de Ramón no encontraba consuelo. Había llegado a la gran ciudad en la que había pasado sus mejores años y donde la esperaba una amiga del secundario que la alojaría, entre tanto ella vería qué hacer con su embarazo y la venganza.
La mañana la sorprendió con sus ojos abiertos y la mirada perdida. En menos de media hora llegaría el sicario al que había contactado antes de partir de Villa Cimera. De un salto salió de la cama, se dio un baño a la carrera y estuvo lista antes de la cita. Su amiga ya no estaba, había partido dos horas antes hacia su trabajo, del que regresaría no antes de las veinte horas.
Escuchó el motor de un auto, se acercó a la ventana y allí estaba él. Abrió la  puerta y lo invitó a sentarse. En pocos minutos todo quedó perfectamente urdido: él incendiaría la iglesia, la casa de su padre y la de la comisaria y, por último, la que compartía Ébelin con Laterza. A continuación, el hombre enviaría cada documento –que ella ordenadamente había guardado en sobres de papel madera y cada uno con sus copias en CD– al gobernador, al juez de la Corte Suprema Provincial, al presidente de la Comisión Nacional Anticorrupción y al diario del pueblo vecino que era totalmente opositor. Ella sabía con certeza que ninguno de esos personajes le tenía aprecio a su padre, muy por el contrario: muchas veces habían intentado dejar al descubierto sus oscuros negociados. Terminada la reunión, quedaron en encontrarse la noche del viernes en las afueras de Villa Cimera para cerrar el trato con el pago correspondiente y ultimar los detalles del abrasamiento.
Nada más podía hacer Ébelin, salvo esperar hasta que todos los culpables pagaran por la muerte de su amado Ramón. En el autocine del pueblo, y como último eslabón de la cadena de su venganza, este domingo no darían la película anunciada, pero si mostrarían al dueño del diario y al cirujano en pleno debate sexual. Ridiculizarlo en público sería aun mejor que matarlo. Una sonrisa plena se le dibujó en el rostro cuando pensó en la cara de Laterza, quien gustaba hacer alarde de su hombría. La mañana que siguió al fatídico viernes en el que asesinaron a Ramón, alguien había dejado en el buzón de su casa esa contundente filmación sin remitente. La repulsión que sintió cuando la vio no hizo otra cosa que robustecer su sed de venganza. Se decía a sí misma que de esa manera también ayudaba a Mariángeles y a su verdadero amor. “Alguien en este pueblo debe ser feliz”, se repetía, “y al menos ellos lo lograrán”.

Capítulo 15
Contradicciones
AdelaIAlonso

La gran ciudad. Domingo 23 de enero. Villa Cimera. Noche del viernes 28  al sábado.
El hilo con el que se cose  un  razonamiento  cuando hierve,  a veces se corta; otras, sólo se deshilacha. Fue así que Ébelin, en un instante de lucidez de la mañana del 23 de enero, decidió no cerrar la cadena de su venganza con el eslabón del autocine. Juzgó que los habitantes de Villa Cimera debían ver la película anunciada para el domingo en lugar de la filmación contundente que tenía en su poder. Sí. Lo premeditó. Todos debían distraerse. Y así fue.   
Esperar, sólo esperar hasta que todos los culpables pagaran por la muerte de Ramón, era el único objeto de sus pensamientos.  Pero los pensamientos a veces van por un carril y los actos nacidos de impulsos los contradicen. Inmersa más en la bronca que en el dolor, sumergida más en la sed de venganza que en el plan trazado, Ébelin no pudo quedarse ahí,  plantificada y a la espera. La noche del  viernes 28 le latía a borbotones.  Ansiaba regocijarse en la escena del crimen, paladeándola. Anhelaba ser espectadora, sí. Apetecía sentirse victimaria, sí.  
El hambre voraz enceguece y a veces extravía.  No hubiera podido imaginarse que sólo ella y el ser que en sus entrañas llevaba resultarían las únicas víctimas fatales de su propio plan.
Las cuatro dotaciones de bomberos lograron dominar el fuego en los cuatro focos al cabo de una hora de ardua labor. En la mansión de Belisario Cañizares, el  incendio fue extinguido en instantes sin que se registrasen pérdidas humanas. María Rosa Abelles,  evacuada de su domicilio con graves quemaduras, inconsciente pero con signos vitales, fue trasladada de urgencia al Hospital Municipal junto con Balaguer. Recogieron al cura  a pocos pasos de las cenizas de la iglesia, abrazado en pleno delirio místico a un poste de alumbrado. Un cadáver calcinado en el jardín de la cuarta casa incendiada fue retirado inmediatamente del lugar. Las pericias probarían enseguida que se trataba, nada más ni nada menos, que de la hija del intendente, la mujer de Laterza el de La Comarca.
Si Belisario Cañizares  y Rocío Santillán,  refiriéndose en privado  a  la muerte de Ramón Ordóñez, habían dicho “muerto el perro se acabó la rabia”, se habían equivocado.  La jauría se les venía encima, porque el virus hacía rato se había difundido.
Alexis Ferraro,  enterado al amanecer del sábado de los acontecimientos que conmocionaban al pueblo, dudaba cómo proceder. Perfeccionista como era, prefería actuar sobre seguro.  En su casa, ahora con Mariángeles que había logrado dormirse después de la golpiza que su marido le había propinado, volvía a  reflexionar sobre ese tema que siempre le había resultado liminar: el coraje. En silencio, ya no miraba la maqueta del barrio ni pensaba en canchas de golf. Sabía que si Mariángeles estaba con él, en su cama,  no era debido a su propia iniciativa. Sabía que lo que estaba viviendo había acontecido por el llamado de Mariángeles pidiendo auxilio.  La vida había resuelto por él,  la vida le había evitado que fuera él quien tuviera que dar el primer paso para motivarla a salir del hogar conyugal donde  Rubiños, casi a diario, la golpeaba. Las palabras y los actos… ¿Le sobraba  coraje para hablar? ¿Ante quién? ¿Sería capaz de presentarse ante el Juzgado espontáneamente a denunciar  todo lo que sabía? ¿Lo haría solamente ante una citación oficial, o acaso hablaría exclusivamente  para proteger sus intereses? Siguió cavilando sobre el coraje. Callado y quieto contemplaba el humo y esos negros nubarrones que despertaban aún más la incertidumbre y adormecían con calma el paisaje de Villa Cimera.
Rocío Santillán supo al instante lo que  estaba sucediendo. La llamaron de urgencia  de La Comarca. A la una y treinta  llegó y se sentó en la oficina a esperar instrucciones.  La figura juvenil de la mujer nunca –ni en los años secretos de  la villa, cuando a diario delinquía–  había pasado desapercibida.  Tampoco pasó desapercibido  su rostro  de temor ni el temblor de su pulso y de su voz.  Abstraída frente a un té enfriado y una computadora  aún apagada, recordó la lluvia densa, los ojos abiertos de Ordóñez, todos sus fluidos abandonándole el cuerpo en finas hebras rojizas y amarronadas. El humo del veintidós, la esquina de la emboscada, y las palabras de Belisario: “No va a pasar nada, te lo digo yo, todo va a salir bien”.
–Bajá de la luna Rocío.  ¿Podés creer que todo este bolonqui de los incendios, según dicen por ahí, está relacionado con el asesinato de Ramón, el de la yuta? Laterza viene en un rato para acá, fue él quien nos pidió que te convoquemos. Disculpá la hora, van a pagar extras. Parece que esta noche acá no duerme nadie. Vos te enteraste de lo de Cañizares, ¿no?

Con permiso de Borges
L_aiello

Villa Cimera. Sábado 29 de enero y algunos días después.
Laterza entró cabizbajo a la oficina sin percibir el estado emocional de Rocío. Estaba convencido de que nadie sospechaba de su relación con Rubiños, así que llevaba adelante su vida como un sufriente viudo que tenía que cumplir con el deber de informar.
–Perdoname que te haya llamado tan tarde, es que quiero a todo el diario abocado a este tema de los incendios, cobertura total. Ya sé que no es tu tarea pero las circunstancias lo ameritan. Tengo cuatro periodistas que están tratando de conseguir entrevistas, dales una mano con los teléfonos y ocupate de ubicar a Cañizares, que no estaba en su casa cuando comenzó el fuego…
Haciéndose la desentendida, Rocío apenas susurró un “¿Ah, no?”. Pensó que si alguien podía ubicar rápidamente al Intendente, ése era el director de La Comarca. ¿A santo de qué venía semejante pedido?
–¡Pero no, mujer! Todo el mundo sabe que es el amante de la comisaria y con ella estaba, sólo que el muy pillo se esfumó solo. Será mi suegro, pero cada uno es como es. Cuando pienso en mi pobre Ébe… –Se le quebró la voz.
Rocío le puso una mano sobre el hombro, simulando consolarlo y salió farfullando un exabrupto, apenas audible, contra su jefe. No imaginó que el muy desgraciado encontraría una forma tan poco sutil de hacerle saber que Belisario no había cumplido la promesa de dejar a su vieja amante.
Después de haber estado de guardia toda la noche frente al juzgado, los somnolientos periodistas de Cimera corrieron al encuentro del juez, micrófono en mano, tropezando con cables y productores. Era casi el mediodía y se abría la enorme puerta de madera torneada.
–He decretado secreto sumarial, así que mucho no puedo responder –les dijo el juez con marcada solemnidad–. Lo que sabemos hasta ahora es lo mismo que saben ustedes: hubo incendios casi simultáneos en la ciudad y los peritos ya están trabajando para determinar las causas. En uno de los focos falleció la hija de nuestro intendente –agregó e hizo un silencio respetuoso–. La otra víctima, que como también saben se encuentra fuera de peligro, es la comisaria Abelles. Ya me comunicaron que enviarán a alguien que pueda reemplazarla hasta que ella esté en condiciones de retomar sus funciones.
Se escucharon, al mismo tiempo, nuevas preguntas de los periodistas y de los curiosos, pero el juez dio por finalizada la entrevista.
Un reportero de la sección Policiales del canal local, pretendiendo darle vuelo literario a una nota a todas luces fallida, finalizó declamando frente a la cámara:
–Lo más importante, la punta del ovillo, es averiguar quién asesinó semanas atrás a ese hombre, Ramón Ordóñez, y por qué. A esta gente no los une el amor sino el interés, con el permiso de Borges.

Algunos días después, mientras repasaba en el estudio el desarrollo de su tan ansiado proyecto, Alexis encontró entre su correspondencia un sobre marrón, grande y abultado. Lo abrió, ojeó apenas los documentos que contenía. Una breve carta incluida en el sobre lo sorprendió, pero al ver la firma dio un respingo y se dedicó a leerlos con detenimiento y sonrisa triunfadora. Nuevamente, el destino resolvía sus dudas. Esta vez estaba seguro: una cosa es saber, conocer los hechos, y otra es poder demostrarlos con documentos.
Una hora más tarde  acusaba recibo  de una citación para presentarse en el Juzgado de Villa Cimera. “Falta poco tiempo”, se dijo, mientras llamaba a su abogado. El arquitecto tenía que decidir dónde guardar el sobre “de oro” con los originales y cómo continuar sin que nadie se percatara de su nueva actitud. Se estaba convirtiendo en el testigo que aportaría un nuevo giro a su batalla contra Cañizares, entregando a las autoridades las pruebas de los negociados del intendente y sus socios.

Capítulo 17
Según María Rosa...
cuentosamanoalza

Villa Cimera, 31 de Enero de 2026.
María Rosa Abelles repasa por última vez frente al espejo las quebradas líneas de su rostro. Cuando encuentra que el pelo tiene el volumen que hace pasar por discretas las huellas que dejó el incendio por encima de las cejas delineadas, toma la cartera y sale de la casa. Evita desde hace años la vereda de la comisaría, espléndida de vitrales y patios interiores, al gusto de Ferraro de quien no hay sitio en Villa Cimera –hasta la iglesia reconstruida con dodecaedros en paneles de acrílico– donde su impronta en línea con Le Corbusier no haya dejado el sello.
María Rosa, este 31 de enero medita en los quince años transcurridos desde los sucesos en que la tierra pareció tragarse a ese micromundo pueblerino dejando cicatrices imborrables. En esta mañana caliente, mientras espera el coche que la depositará en la granja modelo donde transcurren los días de Belisario Cañizares, se sienta en el banco de plaza frente al mástil solemne que inaugurara su amado intendente en épocas de plena actividad política. Abre una consola de ejercicios para entrenar la inteligencia, aplicará algunos minutos en uno de razonamiento donde debe señalar una palabra que no guarda relación con las otras cuatro. Tomó el gusto por hacerlos al elegirlo como tarea principal cuando era preciso demorar el derrumbe de las facultades mentales de Belisario, diagnosticado con Alzheimer algunos años después de la muerte de Ébelin.
Vaya si sacó provecho de esta afición. Prosiguió resolviendo ejercicios más complicados y, lentamente, casi sin buscarlo –milagros de la gimnasia del cerebro– la historia vivida cobró una dinámica nueva, un sentido propio para ella.
Algún teléfono de oro había sonado para que Laterza y los demás acompañaran, como en un coro en que todas las voces conviven armónicamente, la decisión de no aportar para la causa otra cosa que la comidilla conocida de amores contrariados, celos, la inseguridad habitual de aquellos tiempos, y las versiones sobre papeles ocultos que nadie presentó jamás como pruebas suficientes de su existencia ante los jueces.
El caso se desinfló lentamente en un clima final de tragedia griega resumida, de silencio avergonzado, de culpas asumidas y promesas de desterrar la violencia de las relaciones para nunca más sembrar en el pantano y cosechar desdichas. Todo un ejemplo para las generaciones.
Desde su cama de recuperación, mientras cicatrizaban las heridas sufridas en el incendio, María Rosa había recibido el apoyo de todos. Hasta Rocío la visitó varias veces. Cuando salió de la clínica, con veinte kilos menos y huellas que exigían la intervención de un cirujano plástico, Rubiños se puso a disposición ad honorem y aseguró la presencia de un colega de renombre internacional con todo su equipo incluido.
Laterza, el día que María Rosa fue promovida a un cargo superior y trasladada a 300 kilómetros de Villa Cimera, le dedicó un encendido –valga la expresión–elogio de 500 palabras en la portada del diario.
–No se haga problemas por nada –le había dicho Ferraro, en referencia a las refacciones necesarias de la casa incendiada que María Rosa quiso seguir poseyendo en Villa Cimera.
Por su lado, Belisario terminó por jurarle amor y fidelidad. –Tenés que tener paciencia, que ya vendrán tiempos mejores y con sorpresa –solía decirle mientras sonreía pícaro.
París-Roma-Oslo-Venecia. María Rosa tacha Venecia y piensa que Ramón efectivamente lo sabía, y vaya si lo sabía.
Venus-Mercurio-Saturno-Uranio-Plutón. Tacha Uranio y recuerda que dos años después de los hechos, la intendencia había ordenado desmantelar los criaderos de los terrenos para declararlos propiedad pública, eliminando por decreto toda posibilidad de construir barrios cerrados en la zona. Belisario en persona oficializó la puesta en marcha de una construcción de viviendas populares que la minoritaria oposición consideró un disparate. En una jugada personal, el mismo intendente cedió su propiedad para habilitar un centro de salud gratuito en homenaje a su hija Ébelin y se anotó para adquirir una vivienda social en la zona de los litigios.
Previamente se habían repartido los títulos de propiedad de las tierras y cuando Ferraro –a cargo de la obra asignada sin licitación– inició los estudios geológicos de la zona, descubrió que el lugar era rico en lantánidos verdes, las apetecidas “tierras raras”. De inmediato, Belisario creó una cooperativa que presidió como miembro prominente. Una empresa extranjera terminó pagando precios millonarios por explotar aquella materia prima que enriqueció a los contados propietarios de aquellos terrenos.
María Rosa cree que esta era la verdad y que Ramón la conocía. Se repite que todo lo supuestamente oculto habían sido cortinas de humo, que Rubiños había iniciado todo –casualmente se endurece titanio con lantánidos para desarrollar tecnología quirúrgica de punta– por sus contactos con la industria médica, que todos cobraron o están cobrando los beneficios y que su amorcito Belisario, mientras lame un yogurt con esteroles y la mira extraviado con su cara de vaca, jamás le proporcionará la llave de la sorpresa que tantas veces le prometió.


En el puevlo
Porteña07

Habían pasado muchos años, es cierto, cuando el periodista recordó la carta que le había enviado aquel ignorante que no sabía cómo se escribía la palabra pueblo. En su momento había decidido arrumbarla en el fondo del último cajón del escritorio, pero como acababa de escuchar una noticia sobre la vertiginosa prosperidad de Villa Cimera debido al descubrimiento de unas tierras raras, los lantánidos verdes, es que se puso a buscarla desesperadamente. La encontró arrugada y aplastada entre otras carpetas. La leyó con detenimiento esta vez. El ignorante no era ningún tonto, como él mal supuso. Los hechos y personajes que el remitente citaba daban para escribir un cuento, por lo que tomó su pad de prensa y empezó por listar los nombres de cada uno de los personajes y sus características.
La descripción que hacía el hombre sobre la situación de lo que pasaba en Villa Cimera, no coincidía con la versión de auge del que hablaban hoy los diarios y la televisión. Lo que más le llamaba la atención es que esas tierras raras, según se había informado, correspondían a un invaluable monopolio de China que manejaba la casi totalidad de la producción mundial. “En este pueblo hay gato encerrado”, se dijo, por lo que decidió investigar en profundidad. ¿Cuánto tiempo le llevaría? A lo sumo dos o tres días, y al final de cuentas él era periodista de investigación.
Llegó a Villa Cimera un domingo soleado y caluroso. Se instaló en una posada y fue a la estrambótica iglesia. Constató que el sacerdote no era el padre Balaguer, ya que el que oficiaba la misa era un hombre que no pasaba de los 45 años. Cuando terminó la ceremonia, se acercó al párroco presentándose como licenciado en historia e investigador de los pueblos del interior, y le preguntó por el cura anterior.
–¡Uy! Hace como 15 años  que murió. Después de la destrucción de la capilla por un incendio intencional, su corazón no resistió tanta maldad arremetida contra la casa del Señor, y una mañana amaneció muerto de un ataque cardíaco. Aunque la chusma del pueblo siempre se obstinó en afirmar que la muerte fue debida a una sobredosis de Viagra, no hubo averiguaciones pertinentes ni autopsia. Así que vaya a saber uno cuál es la verdad… ¿Por qué me pregunta por él?
–Le voy a ser franco –dijo confidente el periodista–: en la historia de este pueblo no hay dudas de que su nombre era muy importante y él mismo una personalidad influyente.
–Es verdad. Así me informaron cuando me enviaron a remplazarlo, pidiéndome que hiciera perfil bajo. Y aquí me tiene, casi sin feligreses.
–Entiendo –condescendió el periodista, y agregó–: y ya que estamos, ¿será que usted puede darme información sobre algunos personajes que figuran en mi lista de “influyentes” de Villa Cimera? Me ahorraría un montón de tiempo y dinero. Usted sabe que los historiadores somos de bajos recursos.
–¡Claro, licenciado! –exclamó con plena sonrisa el cura–. Lo ayudaré con lo que sepa. Mejor pasemos a la sacristía y ahí charlamos. ¿Le apetece un Fernet?
–Por supuesto. Gracias.
La charla duró un buen rato en el que el cura habló casi sin interrupción, como si hubiese estado esperando la oportunidad para contar lo que sabía. El periodista hizo pocas interrupciones mientras su pad registraba el testimonio.
“El Diario La Comarca ya no existe. Ahora el periódico se llama La Vida y lo dirige Rocío Santillán, la que fuera secretaria del editor, Cristian Laterza. Ella le compró el diario a su patrón por poco dinero a cambio de cierto silencio que debía guardar, pero que todo el mundo sabía cuál era: la homosexualidad de Laterza y su relación con el cirujano plástico Rubiños. Un tiempo después de los incendios, ambos se fueron a vivir a España con los bolsillos forrados. El uno y el otro estaban casados con dos ciudadanas prominentes de la ciudad, que seguro están en su lista. Ébelin, la mujer de Laterza e hija del entonces intendente de Cimera, mantenía una relación extra conyugal con un galleguito que trabajaba en la comisaría. Valga decir que lo asesinaron unos días antes de los incendios que arrasaron media ciudad y en los que la pobre mujer perdió la vida. Mariángeles, la exesposa de Rubiños, hoy está casada con el “dueño” del pueblo: el arquitecto Alexis Ferraro. Tengo que decirle que es muy buena gente, licenciado, a pesar de que jamás pisan la iglesia pero sus donaciones nos mantienen muy bien; no tiene más que ver que el estado impecable del techo de la parroquia. Hablar con ellos va a ser difícil, ya que el señor Ferraro es un hombre muy ocupado y su esposa jamás sale de la casa ni se comunica con nadie. Las malas lenguas dicen que ella perdió la cabeza debido a excesos de alcohol. ¿Otra copita para la ruta?
“El intendente Cañizares vive aún, pero no creo que pueda cruzar con él dos palabras coherentes, ya que el pobre está recluido en un instituto geriátrico modelo debido a un Alzheimer galopante. En un tiempo hablaba de las grandezas que supo vivir, pero ahora vive en los rincones de su mente. Quién sí puede darle mucha más información que yo es la excomisaria del pueblo, María Rosa Abelles. Los fines de semana viene a su quinta en las afueras del pueblo. La carretera está en buen estado y llegará rápido.
Con algunos detalles menos significativos y confusos, producto indudable de los efectos de una botella casi entera de fernet circulándole en la sangre, el cura dio por terminada la entrevista para ocuparse de su rebaño.
Al salir de la sacristía, el periodista sintió que el viaje estaba rindiendo sus frutos, y luego de tomarse un descanso restaurador en la Posada se fue a la dirección que tenía de una tal “Madame”, una psíquica consultada por los poderosos en la época de los eventos. La mujer ya contaba con unos setenta y pico de años. No consiguió sacarle una palabra sobre sus consultantes, ya que insistía en repetir que las almas en pena de los primeros pobladores se habían vengado comiéndose el poco oro verde que yacía en sus tierras. En un delirio místico relató el gran incendio que provocaron los ángeles vengadores como admonición por la usurpación de sus tierras, y las consecuencias que el fuego había acarreado a Villa Cimera. A pesar de las advertencias que ella le había dado a todo el mundo, pero que nadie quiso escuchar, luego llegaron las máquinas excavadoras que perturbaron el sueño de la tierra sagrada. Ni una palabra más.
Volvió a la posada, se bañó y se acostó con la idea de visitar la mañana siguiente, bien temprano, a María Rosa Abelles. Encontrarla no le fue difícil, estaba en el jardín de su quinta jugando con una consola. Se presentó con el mismo nombre y título que antes había dado al cura. Lamentablemente de la boca de la mujer no salió otra cosa que la ristra de padecimientos y operaciones a las que había sido sometida por las quemaduras sufridas en los famosos incendios. Sólo confirmó que el intendente estaba en su propia casa en el momento de los hechos. Agregó que aún lo iba a visitar con frecuencia al geriátrico porque le daba mucha pena su situación. Eso fue todo lo que obtuvo, y le pareció bien poco creíble.
De regreso al pueblo, tomó coraje, fue hasta la mansión más imponente de Cimera y pidió hablar con Alexis Ferraro. Ante su sorpresa, el arquitecto lo atendió inmediatamente, dispuesto a colaborar en todo lo que permitiera plasmar la historia de su pueblo querido. Le habló de los barrios privados, de los criaderos de aves, de la abnegación de Cañizares por su gente, del trabajo impecable para la seguridad del pueblo que Abelles había llevado a cabo, y de la libertad y florecimiento que se vivía hoy en su pueblo gracias a los lantánidos verdes. Se disculpó por no poder presentarle a su esposa, alegando que estaba enferma. Se despidieron amablemente y quedaron en comunicarse por cualquier duda que el periodista pudiera tener.
“Más allá de las mentiras que este tipo acaba de contarme, hay algo que no cierra”, se dijo el periodista mientras revisaba los documentos en su pad, recostado en la cama de la posada sumida en un profundo silencio. “Tanta prosperidad, y el pueblo está casi deshabitado. ¿Dónde está el florecimiento? ¿Y las minas?”. Decidió que al caer la tarde iría a dar un vistazo a las famosas tierras que albergaron pollos y por debajo lantánidos.
Condujo con cuidado, y cuando divisó el dominio estacionó el coche en una enramada que rodeaba a un nogal. Avanzó a pie un centenar de metros para acercarse al muro, y detrás de unos arbustos esperó que la tarde cayera. Entonces, sigilosamente, llegó hasta casi tocar el muro. Pudo ver que una valla electrificada y garitas cada cien metros protegían el lugar. Con esfuerzo, trepó a una vieja magnolia y decidió esperar escondido en medio de su fronda. Desde allí alcanzó a divisar un extenso sistema de hangares transparentes y semicirculares que tapizaban el terreno al otro lado del vallado. Pasaron varias horas hasta que un lujoso 4X4 se acercó y atravesó las barreras. El periodista trepó aún más en el árbol hasta que obtuvo la mejor posición para observar lo que pasaba al otro lado del muro. Encendió su pad y puso al máximo el magnificador sonoro de la cámara de video incorporada. A continuación, apareció otro coche del que bajaron Ferraro y tres guardaespaldas armados hasta los dientes. Unos minutos después de la llegada del arquitecto, el sonido de una avioneta lo sobresaltó. Aterrizó al otro lado del muro y se detuvo a pocos metros de donde él se encontraba. Mientras dos hombres que salieron del 4X4 traspasaban unos bultos al avión, el periodista pudo escuchar claramente la conversación que Ferraro y los aviadores mantuvieron:
–¿La carga está completa, jefe? –preguntó uno de ellos.
–Toda la que necesitan mis laboratorios para la producción de este mes –respondió el arquitecto, y agregó–: los mejores transgénicos de la última cosecha. 
–¡Por supuesto! –exclamó el tercero con un dejo de broma–. Estas tierras fueron creadas para hacer crecer la coca más potente del planeta.
No precisó escuchar nada más y apagó su pad. Esperó que terminaran con el cargamento y que el avión y Ferraro partieran. Volvió sobre sus pasos, tan sigilosamente como había llegado.
En la ruta, de regreso a la ciudad, no paraba de pensar que había descubierto un mundo oculto de traficantes de alta tecnología que él mismo, de haber prestado atención a la carta escrita por aquel analfabeto en su momento, podría haber impedido que se desarrollase. Ya no había lantánidos verdes, como afirmaban los medios eran la causa de la prosperidad de ese pueblucho de mala muerte, porque con seguridad las empresas del explotación los habrían diezmados hacía tiempo. Allí y ahora se extraía de la tierra otro oro verde de alta calidad y rendimiento, y tan redituable como las exóticas e invaluables tierras raras.
Unas semanas después, el periodista presentó todas las pruebas recabadas a su diario. Todavía nadie movió un pelo por publicarlas ni denunciarlas. Por eso hoy teme por su vida y se pregunta todos los días: “¿Por qué carajo leí la carta de ese bruto tan bien informado llamado Ramón Ordóñez?”

Fin

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