lunes, 18 de abril de 2011
ÑANDUBAY (c/Alicia)
–Árbol de la familia de las bombacáceas, género chorisia, de elegante y dulce nombre si se lo llama Ñandubay; más basto y bonachón si, como dicen los habitantes del Litoral, es nada más que un simple palo borracho.
En ésa y otras apreciaciones, la carrera de biología se hacía evidente en David, aunque estuviera, como ahora, caminando feliz con Alejandra por el boulevard en dirección a la Costanera.
David prosiguió, ya cruzando la hermosa glorieta, con las características propias de las tipas, jacarandaes, eucaliptus y lapachos de variados colores. Ella pensó en la enorme cantidad y variedad de árboles, arbustos y plantas decorativas que hay en la Costanera al tiempo que buscaba en su cabeza algún otro tema de conversación.
Anonadada, no siempre entendía todo lo que él le explicaba. David hacía una disección de la vida y de la muerte, pero ciertos o inventados, sus argumentos eran verosímiles. A sus espaldas, los amigos le decían Petete, como el personaje que conocieron por sus padres.
–¡Qué suerte que remodelaron un poco la estación del ferrocarril Belgrano! Daba pena verla, ahora por lo menos hay eventos culturales. Mi mamá viajaba a Buenos Aires en tren y siempre se acuerda de los desayunos, que tenían que hacer equilibrio para no volcarse. Dice que no le gustaba pasar de un vagón a otro, por miedo a caerse– dijo ilusionada, porque era un tema alejado de la plantas.
No contaba con que David tenía cuerda como para dar la vuelta al mundo.
–Hay infinidad de anécdotas de esta estación y los trenes– comenzó. Son historias que se cuentan tantas veces que nunca uno puede estar seguro de que así hayan sucedido. Igual que las casas, se subdividen, refaccionan, modifican, amplían para arriba o para atrás y con la última mano de pintura ya nadie recuerda cómo era la original.
–A mí me entusiasma ver fotos viejas y en eso que decís de las casas tenés razón– acotó Alejandra no sólo para acompañar la conversación, sino para estar segura de que ya no se iba a hablar de nada que fuera verde y tuviera raíces, floreciera o no.
–¿Seguimos por la Costanera o cruzamos el Puente Colgante?– preguntó David y al instante se arrepintió de darle a elegir: del otro lado del puente está la reserva ecológica, un paraíso, para él.
Por haber pensado lo mismo, Alejandra quiso evitarse más sufrimiento y optó por la costanera.
Después del impacto que causa la gran laguna, que al ponerse el sol refleja dorados tonos de marrón, lo primero que se ve es el faro. Por ese punto, Petete comenzó su exposición.
–Un faro en la ciudad que menos lo necesita. El puerto queda más al sur y no llegan barcos de gran calado. ¿Para qué lo construyeron? Los yates, veleros y canoas que quieran navegar por aquí de noche, tienen luz suficiente con las farolas de las dos costaneras, este y oeste, además de las propias. Una ridiculez. Antes de eso, nosotros no habíamos nacido, había una aerosilla para cruzar la laguna pero fue un emprendimiento con poca suerte. Todo para utilizar la cabeza y los pilares del viejo puente ferroviario que, como pasó con tantos otros puentes, se cayó por la creciente del ’26. Un camalotal enorme rompió los pilaretes pero unos meses antes, esas vías del Ferrocarril Santa Fe fueron escenario de un asesinato.
–¿En serio?
–Para serte sincero, estuve buscando en los diarios de esa época, y no encontré ninguna referencia, ni siquiera como suicidio. Martita pertenecía a la alta sociedad y es evidente que su familia tapó todo pero te cuento lo poco que sé, lo que trascendió.
Martita tenía un novio, otro chico de buen apellido, que era más o menos de su misma edad, dieciséis años y que solía esperarla a la salida del colegio. Los padres ignoraban el romance pero estoy seguro de que se hubieran opuesto de haberse enterado. Pasados varios meses, los vieron en la estación, subiendo al tren, o por lo menos, hay testigos que dicen que eran ellos. Martita estaba con lágrimas en los ojos y cara de asustada y él, con gestos de preocupación hasta parecía enojado cuando le hablaba.
Si pretendían llegar a Colastiné, destino final de ese tren, no queda claro para qué, porque las lanchas de pasajeros que iban a Paraná no salían de ahí sino del puerto de Santa Fe. Si lo que querían era viajar a Rosario o Reconquista, no era ése el convoy correcto. Sea como fuere, que tuvieran mala información o que la intención fuera otra, al tren subieron. Según dicen, el empleado aseguró que el chico compró dos boletos para esa formación.
Al cruzar la laguna, el tren disminuía su velocidad al mínimo porque, a eso sí lo corroboré en los diarios, el puente estaba en peligro debido a la gran crecida del río.
Alguien escuchó el ruido y cuando se asomó vio un cuerpo sumergirse en el agua. El maquinista, prudente y responsable de la seguridad de los demás pasajeros, continuó viaje hasta tierra firme y recién entonces dio la voz de alarma.
Nadie quiso arriesgarse en rescatar el cuerpo porque eran metros y metros cuadrados de camalotales traídos por la creciente y ya se sabe, entre las hermosas florcitas celestes vienen víboras y alimañas de todo tipo, hasta grandes felinos han llegado desde el norte.
Además, los isleños aún sostienen que es imposible encontrar a quien se ahoga cuando la laguna está alta porque el cuerpo se enreda en los camalotes y no flota, no vuelve a salir.
Tardaron varios días en sospechar que era Martita y menos tiempo en difundir que estaba embarazada y que él la tiró del tren. Por su parte, el chico de quien nunca nadie dijo el nombre, sostuvo que iba solo, sólo por gusto de conocer un lugar distinto y hasta negó conocerla, pero el hecho es que Martita desapareció y nunca más se supo de ella.
Habían llegado al faro y Alejandra miraba la laguna con tristeza pensando en la historia que David le había contado.
Él la abrazó, la giró hacia sí y, contrariamente a lo que ella esperaba, dijo señalando la vereda de enfrente:
–Mejor mirá para allá, qué hermoso, todos los palos borrachos están florecidos.
Alejandra no pudo evitar una carcajada y reconoció que era una bonita postal.
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Como siempre tus descripciones narradas son para sacarse el sombrero Lulú. El grado de plomicidad de David, va creciendo durante toda la trama sin prisa y sin pausa, hasta que a nadie puede quedarle duda, que la jovencita a menos que esté ciega del todo, o mejor dicho sorda, si vuelve a tener una cita, será sólo a efectos de aprender sobre plantas… porque contrariamente a lo que también yo esperaba, no sólo ella, han podido más, las flores del palo borracho –hermosas por cierto– que el deseo a concretar el beso..
ResponderEliminarImpecable Lulú,
Un beso,
Adela
Excelente relato Lulú, un David que no para de enseñar lo que sabe y le apasiona y una Alejandra que poco quiere saber del tema conforman una pareja singular pero atractiva. Lo contaste super bien describiendo de maravillas cada lugar y situación. Te felicito.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
Lulú, me encantó esta historia juvenil en el marco litoraleño que, por mi propia historia personal, tanto amo.
ResponderEliminarUn plomazo, David. Pero podría ser un gran tímido o un espécimen masculino de los que adoran tener auditorio que lo admire y lo escuche. Ojalá Alejandra tenga la mente, los ojos y los oídos bien abiertos, porque no se sabe con qué cosa rara puede salir el muchacho, a cada instante. Una historia que me encantó leer e imaginar.
Me pregunto ese David ¿no sería un poco afeminado y la pobre Alejandra sin darse cuenta?
ResponderEliminarporqué la historia esta muy buena, parece bobo el pobre al contar algo tan triste, teniendo a una niña que espera algo mas romantico- lo bueno es que yo tambien caminé por esa preciosas avenidas de palo borracho que hay en santa Fé- nuestro primer vecino- abrazos Teresita - buenas Pascuas