viernes, 1 de abril de 2011

EL VIAJE (c/Alejandro)



Subió sin pedir permiso. Sabía que había un lugar reservado para él, sólo tenía que imponerse. Empujó, y con gritos y llantos, logró hacerse un espacio. Entonces durmió complacido. El rodar lo mecía rítmicamente.

Su viaje fue largo. Duró casi una eternidad. Pero él no lo sintió. Cada día era una etapa distinta, y aunque a veces la monotonía le hacía pensar que no, miraba hacia atrás y se daba cuenta que había superado un montón de obstáculos, y eso lo hacía feliz.

El recorrido tuvo escalas, y en cada parada bajaron y subieron personas que fueron amigos o enemigos, seres casi mágicos que resultaron adorables o repugnantes. Pero a todos se acostumbró. Ése era su viaje, y cada etapa tenía un sabor diferente. Era como un helado dulce y agrio por fuera, seductor y escalofriante en su interior.

Aquel periplo por tierras desconocidas se transformó en su iniciación, en su crecimiento personal. En él alcanzó la iluminación. Aprendió a confiar en extraños. A amar. A soñar y a sufrir. Supo soportar dolores y tolerar angustias. Se acostumbró a esperar y desesperar. El viaje se transformó en su vida, en el único pasatiempo adictivo que ocupó su mente y su ser.

¿Cuánto duró? Nunca lo supo. El tiempo cronometró millares de horas y las noches marcaron miles de amaneceres, pero el verdadero tiempo de su marcha nunca lo pudo medir con exactitud: fue una acumulación de sensaciones permanentes y pasajeras, durables y efímeras. El tiempo le resultó variable e inconstante.

Un día, cansado, sintió que ya no le interesaba conocer lo desconocido. Que era más placentero recordar. Sin embargo no tenía fuerzas para abandonar la ruta. Entonces, un acontecimiento extraño, fabuloso, lo obligó a descender.

Una noche oscura, mientras estaba en duermevela, abrió los ojos y vio un túnel. Al entrar, la oscuridad se hizo cada vez más intensa. Sintió pavor. El pulso se aceleró. El corazón comenzó a latir con más fuerza y notó que su cuerpo se agitaba cada vez más. No podía controlarse. Alguien, desde afuera, lo llamaba desesperado. Era una voz conocida, muy querida, pero no lograba identificar… finalmente apareció una tímida luz que indicaba el final del corredor. De pronto sintió que una alegría indescriptible lo levantaba en brazos, lo sacaba de su asiento y lo transportaba directamente hacia ella.

Aquel día comprendió que su viaje había terminado. Había muerto, y desde ese momento su vida no sería más que recordar, día tras día, el viaje que en suerte le tocó recorrer.

4 comentarios:

  1. ¿Será así José Luis? Al fin, me refiero. ¡Qué incógnita!!! De ésas que una no quisiera descubrir, como tantas otras. Y ha de ser porque me cuesta creer que será así como lo pintás con tanto optimismo significando el no fin. El camino que has descripto tan bien, me resulta hasta el punto conocido muy similar. Claro que no me gustaría llegar en la ruta a la parada del cansancio donde el placer sólo se encuentra en los recuerdos…

    Un beso
    Adela

    PD: Recién mandé un mail, y el tuyo viene de vuelta, otra vez. Después envíame a mi mail tu dirección. Gracias.

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  2. Un gran cuento acerca del mejor de los viajes! Me encantó. ¿Será que llega un momento en que ya no tenemos necesidad de saber algo más? ¿O es que no queremos saber lo que se avecina? No sé, a mí este viaje me pareció una maravilla. Muy pero muy bueno!
    Cariños

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  3. Excelente relato José Luis, pintaste muy bien ese trayecto hacia la propia muerte. La luz de la entrega con alegría marcan el final del recorrido. Me super gustó.


    Un bf.


    Iris.

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  4. La vida en una línea, como la ruta que abre los escollos de la tierra y nos lleva al final del camino, cansados pero vividos. Una alegoría del tema que nos toca a todos con un final circular inesperado.

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