Nélida sabe que eso está mal, que su mamá que no es su mamá la va a mirar con esos ojos que brillan menos que cuando se le llenaban de lágrimas hace mucho, que va a hacer como siempre, un bollo con el abriguito en cuestión o lo va a meter en una bolsa y enseguida, sin decir nada y mirando hacia el techo, irá a meterlo en el barril de compost, al que ella sabe –más que cualquier cosa– que no debe acceder. Te van a comer los gusanos, le había advertido mil veces su mamá que no era su mamá. Por eso, y porque sabe que eso está mal, Nélida ya no trae a la casa las plumas que encuentra en sus escapadas al valle, ni la piel reseca de algún puma que sacó a relucir sus huesos, mucho menos el enjambre de pelos que siempre se puede recoger en la puerta de la peluquería del pueblo cuando no la miran, ni qué hablar de los esqueletos secos de arañas que caen flotando en los rincones de la casa ni del caminito retorcido y áspero de alguna culebra. Nélida tiene un escondite que sólo ella conoce. Lo encontró el día que cumplió dieciocho años, una fecha muy importante le había dicho su papá, después de que Nélida se hubo deleitado con esa torta de grasa inmensa y llena de dulce de leche que le hizo su mamá que no es su mamá. Un lugar especial, se repite, un lugar donde no hace frío porque yo guardo todos los abriguitos que dejan los otros para el día que haga mucho frío. Y si esa mañana bien temprano le había prometido a su mamá que no era su mamá que se quedaría en la casa hasta que volvieran del cementerio, ahora no puede contenerse y sale a caminar por la ruta de ripio. No le cuesta sacarle todos los abriguitos a ese hombre tirado al costado del sendero. Tampoco la cadena con esa chapita que le brilla por debajo del cuello que seguramente almacena el sol. Algo raro vuelve a sacudirse en su interior cuando percibe al pie de un matorral eso que le parece un dedo deshuesado. Quiere tocarlo, pero Nélida sabe que en esos casos, cuando el fuego le sube desde el ombligo y le hace vibrar los labios, se tiene que persignar y voltear la cabeza. Así que casi sin mirar hace un bollo prolijo con su botín, tropieza con el brazo del hombre pero mantiene el rumbo sin desviar la vista y se dirige a su lugar secreto. Una vez allí, cava con las manos un buen rato hasta que sus dedos tocan el abriguito de un topo que de tan duro casi le abre un tajo en los dedos. Lo acaricia y recuerda el lugar exacto de sus otros abrigos. Rellena el hueco, aplasta la tierra y vuelve a cubrir el lugar con hojas y ramas secas de eucalipto y algunas piedras. Ya está en su casa cuando oye el ruido del motor de una camioneta. Se alegra de saber que llegó antes que su mamá que no es su mamá y su papá. Sale a recibirlos, pero se encuentra con ese hombre que le pide algo que no entiende y que mira el piso. Nélida siente por primera vez el ansia de quitarle el abriguito a un ser que se mueve. Se contiene y repite la frase que le enseñaron a decir en estos casos: que ella no puede ayudarlo y que sus padres regresarán pronto. Se met rápido en la casa, porque cuando el otoño agoniza la garganta le empieza a picar y después ve cosas raras.
El hombre, con barba de semanas y ojeras pesadas, conduce absorto con sus manos. A la derecha, la mujer, blanca en canas y sosteniendo un ramo de flores sin desviar la vista de la ruta por un solo momento, conduce con el rigor ineluctable de su presencia. Acaba de pedirle al hombre que baje la velocidad, que están yendo para homenajear a los muertos y no para terminar como ellos en el olvido, un triste domingo frío de mayo. El hombre no acusa recibo en su expresión pero el motor de la sembradora baja el tenor de su ronquido.
–A la vuelta habrá que pasar por la tienda porque la cría necesita ropa –establece la mujer que mira el ripio que la mira.
–Pse… – responde el hombre sin dejar de olvidar al ripio que no lo olvida.
–Por lo menos ya no jode más con esas porquerías repugnantes que traía del campo –agrega la mujer, como si quisiera convencerse de algo imposible.
–Ep pse… – vuelve a responder el hombre que ve el final del ripio y el empedrado del cementerio.
–Pasamos primero por lo de Doña Anita, que no debe tener nada, como en vida, y esta vez le quiero dejar unos gladiolos a Don Paco, dios lo tenga en su santa gloria –dispone la mujer al tiempo que se ayuda con los brazos extendidos del hombre para bajar los desproporcionados peldaños de la cosechadora, y agrega–: porque lo que es a tu mujer, que Dios la perdone, pero ya sabés lo que pienso.
–Pse… pse… –agrega el hombre que mira las cuchillas roídas de la máquina y piensa en que pronto tendrá que afilarlas.
–Para ella están los gladiolos rosas; y las no me olvides multicolores, ya sabés…
–Sí, mamá… A esas flores también las pongo yo pero no en nombre de mi hija –interrumpe el hombre con aire resignado–. Como las de papá –agrega desviando la cabeza y casi murmurando.
–Mirá Ernesto, no me desafíes con tus tonitos, habrase visto –se queja la mujer que comienza a encaramarse.
–Vieja, no me rompas más las bolas y tengamos el cementerio en paz –corta el hombre girando sobre sus talones y dejando en magro equilibrio a la mujer que acaba de pisar terreno.
–No te permito que me faltes el respeto –increpa la mujer lanzándole como una cachetada el ramo de flores al hombre.
–Disculpame, vieja, pero a veces…
–… Pero a veces nada, desagradecido –incrimina la mujer taladrándolo con la mirada–. Si tu padre no hubiese hecho semejante atrocidad con la puta de tu mujer, hoy no estaríamos pudriéndonos en este infierno con una bastarda idiota a cuestas.
–Mamá… hace casi veinte años que…
–Hace casi veinte años que me pudrieron la vida esos dos que bien se están pudriendo acá mientras yo me seco en el valle –interrumpe la mujer que mira el cielo con encono.
–Pse –responde el hombre fijando los ojos en el ripio que se pierde a sus espaldas justo antes de abrir la reja para entrar en el cementerio de Cimera.
Desde su espíritu germánicamente independiente, Birgit camina la tarde ventosa de sábado preguntándose por qué se le habría ocurrido pagar a un guía si ella no necesita más que un mapa para orientarse y disfrutar de los paisajes naturales en justa soledad y autonomía. Mira al guía y retiene todo impulso innecesario. Sabe que no se permitiría una pizca de sensualidad cuando el verdadero orgasmo es la naturaleza. El hombre, que a pesar de su inocultable cuarentena mantiene un paso tan firme como el de ella, avanza sin piedad. Y eso a Birgit le gusta, sí, pero le opaca la sensación de dominar el lugar. Dos días hace que caminan juntos y la espalda del tipo siempre frente a sus ojos.
Se detienen en un claro, casi no hablan, Gott sein Dank, y beben unos chorros medidos de agua. El guía, que había sugerido que se refiriera a él como Zeta, se toma el pulso y se mete un papelito en la lengua. Unos segundos después lo retira, lo escruta, arquea las cejas y, sin dirigir la mirada a Birgit, saca de su mochila un estuche de cuero, de su interior una jeringa y un frasco de vidrio que perfora con la aguja y se inyecta por encima de la muñeca. Con los gestos inequívocos de los caminantes, acuerdan seguir avanzando. Birgit se ajusta el cierre de su campera y observa el entorno seco de un invierno inminente. La espalda del guía se contorsiona entre los bordes del camino. Se pregunta qué contenía el frasquito, pero se dice que no es su problema. La silueta de la montaña, irreverentemente triangular en el horizonte a contraluz, parece englobar la silueta del hombre al punto de tentar a Brigit de detenerse para sacar una foto. Pero a ella las fotos donde aparecen las personas nunca le interesaron. Y hay que ahorrar película. Zeta se tambalea cada vez más hasta caer como fulminado en el medio del camino de ripio. Birgit se abalanza sobre el guía que convulsiona y se vuelve casi blanco. Sus instintos de primeros auxilios surgen sin obstáculos: le abre la boca y tira de la lengua, toma el pulso, comprueba la respiración, gira el cuerpo que está de espaldas hacia uno de los costados para que respire correctamente y separa las piernas para que se sostenga en esa posición. Le abre los ojos y se los sopla, pero no percibe reacción. Revuelve en el bolso y encuentra el estuche, las jeringas y los frascos. Entiende de lo que se puede tratar pero no logra descifrar lo que las indicaciones dicen. Baja el cierre de la campera del guía, se abre paso entre el pullover, la polera y la camiseta, para hacer aflorar una cadena y una medalla que en cualquier idioma significan lo mismo: diabético.
Se maldice una vez más por su decisión, saca un terrón de azúcar de uno de los bolsillos de su mochila y lo introduce en la boca de Zeta. No reacciona. Supone que el coma ha paralizado al hombre y que hay que pedir ayuda. Mira a todos lados, pero el camino se pierda en la nada. Despliega su mapa, no tarda en ubicarse y deletrea V. Cimera como el único conglomerado habitable a unos diez kilómetros hacia el oeste. Su germánica lucidez no le permite dudar sino que le exige actuar con serenidad. Así revuelve los bolsillos de Zeta, encuentra un celular que extrae demasiado enérgicamente, al punto de que se le escapa de las manos y cae sordo sobre el ripio. No signal, lee, y sin perder tiempo sigue revolviendo hasta encontrar una billetera de la que saca el documento de identidad del guía. El viento frío de la noche en ciernes en el valle comienza a arreciar. Birgit mira el paisaje de un lado al otro y decide trasladar el cuerpo moloso de Zeta al costado del sendero. Del botiquín de su mochila saca un rollo de cinta adhesiva para heridas, pega el documento sobre el dorso del celular y lo aprieta fuertemente en las manos del hombre. Lo cubre con una manta, deja la medalla bien a la vista y sale decidida a campo traviesa en busca de ayuda hacia lo que ella se dice es el oeste .