―Señorita Lucero, si un comerciante tiene asegurado el setenta y cinco por ciento de su mercadería y en un siniestro pierde la mitad, ¿cuánto le cubre la compañía aseguradora? ―preguntó el profesor.
―El setenta y cinco por ciento del cincuenta por ciento, señor ―contestó sin dudar.
―Muy bien ―sonrió satisfecho y mirando hacia ambos lados, agregó―: si ustedes no desean interrogar más a la alumna, por mi parte la considero aprobada.
Ana Lucero acababa de recibirse de perito mercantil. Hubiera sido el logro más importante de su vida excepto porque su panza crecía y por primera vez no le importaba ser huérfana.
El agua caliente de la ducha había sido lo más normal del mundo hasta que se fue a vivir a Villa Cimera y se empleó en un bar ubicado frente a la ruta y de espalda al campo. Ayudaba en la cocina y atendía las mesas a cambio de la pieza y la comida para ella y para el hijo, cuando llegara el momento. Aprendió a bombear agua, a calentarla en un tacho grande y a usar lo justo para lavarse por partes. Acostumbrada a encerar parquet, le llevó un tiempo aprender a salpicar el piso de tierra apisonada sin inundarlo, y a rociar con acaroina para espantar las moscas. Cuando las nubes no ocultaban la luna, atravesaba sin linterna el alero que bordeaba el gallinero hasta llegar al baño, un retrete en el suelo con tres paredes de adobe y una puerta de chapa para dar cierta intimidad. La madrugada previa al día en que parió a su hijo iluminó a un sapo que se le interpuso frente a la entrada. Pensó que era un buen presagio para las horas siguientes a los primeros síntomas.
Se levantaba al alba y cargaba sin ayuda los modulares y las bajo mesadas en la chata mueblera hasta que su tía lo llamaba para almorzar. Después dormía dos horas de siesta antes de volver al chirrido de la sierra y al cepillado áspero de la amoladora, todos los días de su vida menos los domingos.
Se llamaba Raquel y ya nadie se burlaba por ese error del juez de paz que sabía visitar los ranchos de vez en cuando para anotar nacimientos y defunciones. Aquella vuelta mandó llamar, entre confusiones y apuros, a los familiares y a quienes quisieran llegarse. Debía repartir a siete hermanos desnutridos y piojosos, después del incendio en el que habían muerto los padres. Los tíos no se enteraron hasta la vuelta a las casas, la habían elegido porque parecía la más chiquita y cuando la desvistieron para fregarla y tirar la ropita mugrienta, se dieron cuenta: era un varón.
En tercer grado, la maestra llamó a su tía y le explicó lo inútil de seguir mandándolo. Se peleaba a trompada viva con todos los chicos sin importarle el tamaño y además, no aprendía.
―No habla, señora. Y es muy grandote para su edad, compare con los otros niños del grado. ¿Usted está segura que en la partida la fecha de nacimiento es correcta? ¿No será como con lo del nombre? Vea, es un niño que puede ayudar a su marido en la carpintería, aprender el oficio, aquí en la escuela se le burlan y así no prestan atención. Terminan lastimados y las madres se me quejan, ¿vio?
Tenía todo listo para el bebé y un canasto con volado como moisés. Acostada practicaba respiración inflando el abdomen, y jadeos cortos como un perrito. Miró por la ventana y extrañó el puerto. Supo que era ajena, partiría en algún momento a buscar su lugar, pero no tenía apuro porque su hijo era el motivo para poderlo todo. Era más valiente de lo que había creído y se sorprendió al pensar que dentro de ella, él era tal cual como lo vería en unos días cuando decidiera nacer. Ana no podía controlar a la naturaleza, su capacidad de albergar la asombraba y la llenaba de heroísmo, la fuerza que le imprimía la maternidad se le notaba porque andaba de aquí para allá dejando a su paso un brillo de amor ancestral que la protegía, esta vez, de cualquier tragedia que pudiera interrumpir su vida y arrojarla al desamparo.
―¡Ana, hay gente! ―llamó la gringa con urgencia.
―Ya estoy, estaba mirando que todo esté en el bolso ―dijo mientras se ponía el delantal y se dirigía a la mesa recién ocupada por un camionero y su acompañante.
―¿Otra vez? Pero si ya lo revisaste chiquicientas veces, Ana. ¿Tenés todo o falta algo? ―intuyó la dueña del bar.
―Para él, todo –contestó con timidez mientras pasaba la rejilla a la mesa.
―¿Y?, si para el bebé está todo, ¿entonces?
―Para mí. No tengo camisón.
El domingo se lavó y se peinó con Lord Cheselin hacia atrás. Abrochó el primer botón de la camisa, acomodó las puntas del cuello un poco voladas y se subió el pantalón ajustando el cinto; dejó las alpargatas de trabajo debajo de la cama y buscó las otras. Se despidió de su tía con un beso en la frente. Le gustaba emborracharse y tocar su guitarra en la rueda hasta la madrugada. Después, la enfundaba como podía y se volvía en la bicicleta zigzagueando.
A veces los domingos, acompañaba al vecino en su camión, salían a la ruta y llegaban a la altura del km.26. Tomaban una grapa hasta que alguna de las chicas se desocupaba. Ya sabían que el que terminaba primero esperaba al otro en el camión. Volvían sin hablar y siempre paraban en algún boliche para un último trago antes del regreso.
La gringa la apuraba con el motor en marcha y Ana tenía una tranquilidad inesperada. Cuando llegaron al hospital la partera le dijo que hasta el día siguiente no nacería, que se quedara porque la iban a preparar y aconsejó:
―Vos, gringa, volvete que a las seis abrís. Dejá a la piba, es primeriza y esto va para largo. Date una vuelta mañana al mediodía.
Ese domingo, volvían del km. 26 y les llamó la atención que el bar de la ruta estuviera cerrado. Raquel recordó la última vez que había visto a la chica embarazada. Después de pasar el trapo a la mesa giró para buscar los vasos y fue recién ahí cuando vio la estela de luz que se desprendía de su espalda. No lo había comentado, eran cosas que nunca decía. En realidad, nunca decía nada.
A su tía le llamó la atención que a media mañana interrumpiera la carga y saliera sin darle el beso en la frente. Algunos lo vieron pasar apurado en su bicicleta, hacia el centro y comenzaron a rumorear alguna posible indisposición de la tía. Lo mismo ocurrió cuando entró decidido a la tienda de Don Godoy, quien sin disimulo le preguntó:
―¿Su tía está enferma, Raquel?
Con los ojos grandes le entregó el paquete sin decir palabra. Ana sonrió con la calma de haber atravesado el misterio convertida en la protagonista de un milagro. Era la primera persona que la visitaba y aunque no lo reconoció, la enterneció el gesto. Extendió sus brazos y orgullosa le ofreció sostener a la criatura, pero él negó con la cabeza. Entonces ella, con su instinto recién estrenado, volvió a su hijo al calor del pecho, miró el regalo como una niña sorprendida y rompiendo el papel desenvolvió el camisón.
Hola Alejandra: me gustó tu cuento aunque lo tuve que leer dos veces para retener bien los personajes, interpretarlos y entenderlos mejor. Tiene muy lindo final, espero que con felicidad la pareja siga junta Para los hombres resulta siempre dificil recibir un recién nacido.Como si tuvieran miedo de golpearlos, que se yo...Asi que ese hecho no desmejora al padre. Un beso JorgeU
ResponderEliminarUn cuento espinoso con final feliz- un bebe suelta las amarras del corazón- me encantó Alejandra.
ResponderEliminarcariños Teresita
Un relato atrapante Alejandra, mantiene el interés hasta ese promisorio final. Bien contado.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
Tanto Ana embarazada como el joven Raquel me parecieron dos seres angelicales, cuyas vidas se entrelazan al final de tu historia, como respondiendo a un designio divino. No es una historia común, tiene duende, como dirían los gitanos. Me gustó muchísimo por lo que interpreté, Ale. Un beso
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