– ¿Adónde querés ir hoy, Blanca?, – preguntaba él.
– A ese lugar de luces azules, – decía ella intrigante.
– ¿Cuál, el que está en San Telmo?
– No, al de Palermo.
– Ah, ya sé, “La Roccola”
– Ese, Daniel. Yo sabía que vos te acordabas.
Blanca seducía a su pareja en un juego muy viejo y efectivo. Al final parecía que el varón había elegido el lugar cuando había sido ella quien lo había guiado con dulzura y firmeza.
Muchas veces iban a pasear a los parques de Palermo. No eran adolescentes pero actuaban como si lo fueran, se tomaban de la mano y se besaban sin pensar en las miradas de las señoras mayores, y bien vestidas, que paseaban caniches en las tardes de sol. Cumplían con los ritos que nunca habían llevado a cabo en sus años juveniles.
La relación entre Blanca y Daniel fue cada vez más íntima y entrañable. Después del paseo tomaban café en una confitería del Rosedal y, como tantos enamorados, hacían el amor en un hotelito de la zona con la fuerza y la pureza de la juventud. Eran felices.
Blanca vivía sola en un departamento alquilado pero nunca invitó a Daniel a conocerlo; lo mismo ocurría con Daniel y su departamento de soltero, jamás llevó a su novia y sabía que jamás la llevaría. Ninguno de los dos conocía el departamento del otro, esta era una pequeña espina en la relación, iban a conversar el tema y así resolverlo. Las excusas comenzaron a ser cada vez más y más molestas y así, luego de hablarlo, decidieron alquilar un departamento para los dos. Reunieron esfuerzos y consiguieron uno muy lindo y grande. Hasta tenía dos cuartos para hacer planes a futuro cuando se presentara la ocasión de casarse y formar una familia. Se amaban y querían vivir juntos.
Planearon una ceremonia íntima. Los testigos fueron los padres de ella y los de él, quienes vinieron del campo para la feliz ocasión. Las tres parejas fueron a cenar a un restaurante bonito aunque no demasiado elegante ni caro, festejaron así el inicio formal de la vida que iban a llevar juntos.
Algunas veces Daniel estaba más pensativo que otras, especialmente los domingos por la tarde cuando el clima era frío y lluvioso. Blanca le preguntaba si se encontraba bien pero él contestaba con evasivas y una sonrisa.
– ¿Qué te pasa Daniel? – preguntaba Blanca con deseos de confortarlo.
– Nada mi amor, te quiero con toda mi alma pero a veces me asaltan pensamientos raros en los que te pierdo, en los que no estás conmigo.
– No seas zonzo, mi vida, ¿cómo se te ocurre que me vas a perder? – preguntaba Blanca esbozando un falso enojo de luna de miel.
– Bueno, no me hagas caso, ya se me va a pasar.
Y realmente se le pasaba pero esa concentración de Daniel, en razonamientos e imaginaciones, molestaban a Blanca. Ella lo quería feliz como ella misma lo era. Una relación a los treinta y muchos no se encuentra a la vuelta de la esquina y un amor como el de ellos menos aún.
El sexo era una de las armas de unión más fuertes de la pareja. Todas las noches se miraban cómplices diciendo, con “esa” mirada, mil cosas más que con las palabras, sonreían, hacían bromas, Daniel le hacía cosquillas y Blanca se sacaba la blusa como si eso evitara que él volviera a hacerle cosquillas, así se iban desnudando, jugando y riendo como es el mejor de los sexos, juguetón y pícaro.
Dormían abrazados toda la noche y el calor de los cuerpos se mezclaba con el aroma sagrado de la pasión. Nada podía ser mejor, nada salvo los domingos por la tarde en que Daniel entraba otra vez en zona de pensamientos oscuros.
– ¿Qué tenés en los ojos?, – preguntó Blanca.
– Nada, ¿no ves que no es nada? – dijo Daniel escondiendo una lágrima.
– Debe ser irritación en los ojos, todo el mundo anda así con las alergias, – mintió Blanca para no avergonzar a su amado.
A pesar de los cuidados con que Blanca trataba a su marido le pareció que no eran suficientes; decidió que le recomendaría asistir a sesiones de terapia psicológica siempre que Daniel no se negara. No era su intención obligarlo si él no estaba de acuerdo pero también estaba al tanto de su poder de convencimiento y, seguramente, lograría hacer que él creyera que había sido su idea y no de ella.
Daniel hizo el llamado y concertó una cita con la terapeuta. Cuando llegó el día Daniel se presentó algo nervioso pensando que ese tratamiento no resolvería su problema.
– Buenas tardes, licenciada Plat – dijo él aparentando seguridad y aplomo.
– Buenas tardes Daniel, – dijo ella de manera casi festiva como para romper el hielo –. Tomá asiento en el sillón.
– Gracias.
– ¿Tuviste problemas para llegar? – preguntó la psicóloga.
– Para nada, había poco tránsito y llegué enseguida, – mintió Daniel que había demorado una larga hora en el colectivo 168 que daba muchas vueltas.
– Contame, ¿qué te anda pasando?
– No sé licenciada…
– Llamame Silvia.
– Bueno, Silvia, lo que me pasa es que tengo ratos de mucha melancolía, me encierro en mí mismo, pienso e imagino cosas que me gustan y otras que me molestan.
– ¿Estás en pareja?
– Bueno… sí… claro, con Blanca.
– Te noto dubitativo, ¿marcha todo bien?
– Muy bien, es una relación perfecta.
– ¿Perfecta? ¿No te parece demasiado? – preguntó la terapeuta dudando.
– Sí, sí, es perfecta. Blanca es la mejor mujer del mundo, es cariñosa y compañera.
– Entonces ¿qué es lo que te pasa?
– Tengo miedo de que todo sea nada, – dijo Daniel con gran seguridad.
– ¿Tenés miedo de que te deje? – La licenciada Silvia Plat comenzaba a inquietarse.
– No, para nada, no estoy seguro de que Blanca exista. – Daniel arrojó una bomba.
– No te entiendo, ¿cómo que no exista?
– Mis pensamientos, mis conjeturas, mis necesidades me obligan a pensar y mi soledad me hace creer en cosas que tal vez no existan.
– Bueno, hoy dejamos acá y la semana que viene seguimos charlando.
Para Daniel la charla con la terapeuta fue un golpe duro. Había confesado, se había confesado, más de lo que hubiera querido. Se fue caminando a su departamento de soltero sabiendo que Blanca también seguía conservando el de ella. Eran las seis de la tarde. Una vez que hubo llegado esperó a que Blanca llegara al departamento de ella.
Daniel supo que Blanca había entrado a su departamento. Escuchó el ruido de la llave en el pasillo, la puerta que chirriaba al abrirse. Daniel siguió los movimientos de Blanca desde su departamento contiguo y gemelo en disposición y cuartos. A las ocho de la noche llegaba cansada arrastrando los pies y colgando, en una silla, la pesada cartera.
Blanca se lavó las manos en la cocina y se secó con el repasador. Abrió la heladera y se inclinó hacia su interior, sabiendo de antemano, que nada encontraría. Daniel conocía este movimiento gracias al portazo de heladera que Blanca daba cada noche. Encendió el televisor como ruido de fondo. Daniel encendió el televisor al mismo tiempo que su vecina tratando de encontrar rápidamente el mismo canal para que los sonidos no delataran la intromisión auditiva en la intimidad de una mujer que vivía sola, por un vecino que vivía mucho más solo que ella.
Muchas veces Daniel estuvo a punto de salir al pasillo y tocar timbre en el departamento de Blanca, sabía que nunca iba a animarse. Muchas veces soñó con que su vecina tocaba a su puerta cansada de su soledad y conocedora, como lo era él, de la soledad de un vecino al que escuchaba pero que no veía.
Muy lindo cuento José. Sugerente, interesante, aparentemente sencillo aunque no lo es para nada. Mi única crítica: los tres últimos párrafos están de más, no son necesarios para nada.
ResponderEliminarMi saludo
Dante
Sin dudas esas soledades llevan a pensar más que hacer... y a tu protagonista le vendría bien hacer, verdad?
ResponderEliminarmuy bueno el cuento.
Mercedes.
Sin los párrafos que dice Nataza venía para cuentazo, igual muy bueno.Pasás de escenario y clima casi sin que se note la mano del escritor y entonces los personajes respiran.Nada sencillo de conseguir.
ResponderEliminar¡Muy buenísimo José! Lo que no vemos… Estoy totalmente de acuerdo con lo que sugerís.
ResponderEliminar“– Muy bien, es una relación perfecta.” A veces no vemos que lo perfecto sólo acontece en el campo de las ideas, ergo, en la imaginación. Y la imaginación es MARAVILLOSA. ¡Cómo nos constituye! Cómo nos protege, cómo nos crea y nos modifica.
Cuentísimo, José
Una historia de soledades y cosas que imaginamos. De cosas que deseamos y nos gustaría tener pero resulta que lo que tenemos es miedo. Miedos. Esa clase de miedos que paralizan. Qué buena está esta historia, José.
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