A medida que la chata acorta distancia, René puede ver con mayor claridad el cuerpo que yace inmóvil al borde del camino de ripio. Su primer pensamiento es seguir de largo, no detenerse, el hombre tirado muestra la quietud de la muerte. Se piensa cobarde y no le gusta la certeza de saber que siempre lo ha sido. Tal vez su único acto de valentía fue el de mudarse lejos de todos y de todo.
Un rictus de amargura se dibuja en su rostro cuando en segundos comienzan a pasar por su retina como en un film mudo, pasajes de su vida anterior. Los aborrecibles personajes que se mueven en blanco y negro lo abaten. Su padre haciéndolo responsable absoluto de la quiebra de la fábrica. Su fábrica. La misma en la que había puesto todo el esfuerzo y la sapiencia de la que era capaz, cuando su progenitor forzado por ese sorpresivo ataque de apoplejía, quedó imposibilitado de seguir con sus funciones.Elena, su mujer, calmando la decepción con uno de los empleados diez años más joven que él… y que ella. No la quiso escuchar sabiendo que mentiría. No quiso escuchar a su padre, tal vez con más reproches. Juntó el dinero ahorrado y se fue con lo puesto. Quería una vida tranquila, sin sobresaltos. Buscaba la libertad que nunca tuvo. Tal vez por no saber ver. Se dijo que aún era tiempo de recomenzar.
René restriega con los dedos sus ojos y para el vehículo para luego bajar con cierta cautela. Lo que ve ahora es a un hombre totalmente desnudo desprovisto de todo tipo de ente a su alrededor. Ya más cerca la rigidez del cuerpo le anuncia lo presentido. Tiene los ojos y la boca abiertos como queriendo pedir ayuda en un gesto casi desesperado. Un brazo estirado, la mano abierta y… ¡a esa mano le falta un dedo! Una sensación nauseabunda le sube hasta la boca. Tiene miedo. Ese hombre muerto pudo haber sido asesinado.
Birgit decidida comienza la caminata hacia la villa para buscar ayuda. Sabe que la noche es su peor enemigo, no quiere quedarse allí sola en pleno campo con Zeta muerto.
No sabe cuánto tiempo lleva caminado, el frío atempera la luz de una luna llena como única compañía. De pronto a lo lejos alcanza a ver algo así como un matorral que cruza el camino. Una señal de que la civilización no debe estar lejos y con ella la villa buscada. Toma nuevamente el plano guardado en uno de los bolsillos de su chaqueta para no perderse y con esfuerzo lo observa. Ya no duda, Villa Cimera debe estar detrás de esa mata verde y tupida. Ya más cerca alcanza a ver el cartel que la identifica y la entrada al pueblo. Mira hacia los lados buscando una luz. A cien metros un letrero iluminado deja ver en grandes letras un nombre: “Hostería El Refugio”. Hacia allí se dirige la mujer deseando encontrar a alguien que le brinde la ayuda necesaria y le indique qué hacer con el pobre Zeta.
El hombre que la atiende en el albergue escucha el relato de la germana que de manera atropellada y nerviosa trata de hacerse entender. Sin interrumpirla la deja terminar. Su rostro se muestra impasible.
–¿Puede usted ayudarme? –pregunta Birgit ansiosa
–Sí señora, tiene suerte. Mi padre es el comisario de Villa Cimera. Sólo tengo que hacer un llamado, en tanto le asigno una habitación, supongo que la necesitará.
–¿Puede usted ayudarme? –pregunta Birgit ansiosa
–Sí señora, tiene suerte. Mi padre es el comisario de Villa Cimera. Sólo tengo que hacer un llamado, en tanto le asigno una habitación, supongo que la necesitará.
El baño caliente actúa de inmediato reanimándola, Birgit ya se siente mejor. Descansa unas horas. Se viste rápido y baja al bar de la hostería a tomar un café en tanto espera al comisario. El sosiego se apodera de todo su ser al intuir que esos fuertes pasos que pegan en el viejo piso de madera son los de la persona que espera.
El comisario Ernesto Achával es un hombre corpulento, de estatura mediana de unos sesenta y tantos años. Ve a Birgit y se presenta dispuesto a dejar de inmediato el lugar, cosa que la alemana acepta sin más.
En el trayecto la muchacha le cuenta al hombre lo que cree le ha pasado a su guía. Con pesar dice –lo dejé solo, bueno solo no, en realidad allí quedaron las mochilas, los documentos, su celular y la medalla plateada que lo identifica como diabético.
En el trayecto la muchacha le cuenta al hombre lo que cree le ha pasado a su guía. Con pesar dice –lo dejé solo, bueno solo no, en realidad allí quedaron las mochilas, los documentos, su celular y la medalla plateada que lo identifica como diabético.
Achával se sorprende cuando al llegar al lugar ve a un hombre agachado casi sobre el cuerpo del muerto. Ese hombre es René Giudici, “el vecino”.
Birgit mira con estupor el cuadro. El cuerpo de Zeta yace solo. Nada de lo que la muchacha ha dejado está allí. Ni siquiera la medalla plateada que identifica al guía como diabético. Vacío a su alrededor. Solo el ripioso camino. –¿Qué hace allí ese hombre? –se pregunta asustada.
Birgit mira al comisario como observando su reacción, cuando de pronto ve que este con total parsimonia, saca de su cartuchera un arma de fuego con la que apunta al intruso. Sin darle tiempo a nada y a la voz de alto, se identifica y muestra un par de frías esposas que cuelgan del cinturón esperando ser usadas.
Hola Iris, se sigue poniendo súper interesante. Me queda una duda y quisiera que me la aclararas: ¿quién es Elena?
ResponderEliminarBesos y gracias
Tenés razón Gra. no digo quién es Elena. Veo como lo corrijo. Elena es la mujer de René. Gracias mil Gra.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
Como le decía recién a Mercedes, me está gustando muchísimo Iris, cómo viene y cómo se va el tren de cada estación. En este capítulo delineando trazos en la personalidad de Giudici, y haciendo surgir a Achával, desovillando la madeja de a poco y soltando más hilos, para quienes tengan que seguir tejiendo.
ResponderEliminarMmmmm veremos, veremos..
Un beso,
Adela
¡Muy bueno Iris! Me gustó el perfil que elaboraste del personaje.
ResponderEliminarBeso,
Ali Nuri
El comisario sabrá por qué toma esas determinaciones, pobre Birgit, quedó en medio de una historia que dispara flechas desconcertantes en todas direcciones. Me gustó tu parte Iris, un beso.
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