Cuando doña Leonor Garófalo de Morín falleció luego de padecer una larga enfermedad, como quedó plasmado en los obituarios del diario, Rita guardó un luto riguroso durante unos días. Menos de los que siguieron a la muerte de su padre. El paso de los años flexibiliza las costumbres, es verdad, pero tampoco había otra persona para realizar los tediosos trámites. Existía un tercer motivo, oculto por lo profundo y casi con seguridad, si Ada se lo insinuara, ella lo negaría sinceramente.
De familia muy antigua en el pueblo, ante la triste circunstancia no podía dar un paso sin que algún vecino se acercara a brindar su ayuda en el caso de que la necesitara; a comentar lo doloroso de la situación o, simplemente, a ofrecerle sus condolencias, aunque la mayoría la hubiera acompañado hasta dejar a doña Leonor descansando en paz.
Aunque tanto saludo en cierta medida la cansaba, nadie hubiera podido darse por enterado. Rita era casi la copia de un padre que, habiendo nacido en la Gran Canaria, se autodenominaba “canarión, de esos que no cantan pero tienen buen humor” y a todos respondía con sonrisa de agradecimiento y alguna que otra frase ingeniosa.
Una de esas mañanas se encaminó resuelta hacia el Banco. Los Garófalo eran conocidos por su tenacidad y capacidad de ahorro y doña Leonor no fue la excepción.
La cuenta bancaria estaba a nombre de las dos, le recordó Stella Maris.
–¿No viniste a firmar? –preguntó con cierta duda, y ella asintió por no parecer tonta o ignorante. Consideró inútil contar detalles sobre la relación familiar.
De todas maneras, si su madre no hubiera tomado esa precaución, es difícil imaginar que el Gerente se hubiese negado a entregarle el dinero hasta que finalizara los correpondientes trámites legales. ¿Quién no conoce a Rita Leonor Morín?
Estuvo unos minutos escuchando el asesoramiento de la empleada que parecía una amable máquina de repetir palabras y salió encogiéndose de hombros. El sistema bancario no era tan complicado como había supuesto.
Ahora, dentro de la tristeza que significaba quedarse sola, para ella había llegado la hora de cumplir con un antiguo deseo: instalar su propia Peluquería para Damas en el local donde su padre había remendado los zapatos de todo un pueblo.
Leonor amaba tanto a su esposo que al quedar sorpresivamente viuda, apenas atinó a cerrar el taller de calzado dejando las máquinas intactas. Para Rita era un despropósito que el abandono se apoderara del local que ella necesitaba para ejercer su oficio. “Cuando yo muera, haz lo que quieras; mientras esté aquí, me obedeces a mí. No necesitas trabajar”, era su frase favorita e inolvidable. “Hay cariños que si no matan, te ahogan”, le contestaba en voz baja, muy baja.
Había llegado, por fin, el momento de dar una vuelta de campana a su vida, comenzando por el desalojo del taller. Para ello contaba –y ya se habían puesto de acuerdo– con la ayuda de su mejor amiga.
Faltaba poco para que Ada saliera de su trabajo, así que la esperó sentada en un banco bajo el aromito de la plaza Concepción.
–¡Ada, parecés una naturaleza muerta! Toda vestida de manzana verde y esa flor en el pelo! ¿Cómo podés? Serás una buena empleada pero cualquier día de estos te van a echar por ridícula, querida.
–Vos hablás de envidia, los cinco kilos que te sobran te hacen delirar. Lo que baja la balanza no es el negro, te-so-ro, sino la “bocca chiusa”, como diría Leonor. Que en paz descanse tu vieja…
Más que darse besos, chocaron sus mejillas riendo a carcajadas.
–…Y mejor será que no vuelva. Ay, no, Rita, disculpame, fue una broma. ¿Cómo estás?
–Ahora, parada. Hasta que llegaste vos, sentada y tranquila. Vamos caminando hasta el taller que te cuento.
Rita repitió como pudo y supo lo que Stella Maris le había explicado, agregando que los ahorros implicaban una suma bastante importante, más de lo que ella pensaba. Que le alcanzarían para arreglar el local y comprar todo lo necesario para empezar a trabajar.
–Pues mañana mismo le hacés poner un hermoso marco al diploma de la Asociación de Peluqueros. ¡Que todos sepan que sos peluquera diplomada, Rita!
Sonrió apenitas Rita Morín. Acababa de entender cómo era eso de sentirse triste pero contenta.
Caminaron las cuatro cuadras casi en silencio, emocionadas porque nunca habían intentado siquiera mirar a través de los vidrios de la puerta.
Sabían que estaba la gran máquina de coser, la lustradora de varios cepillos, esa especie de pedestal de hierro donde el gran Morín acomodaba los zapatos y dale que dale con el martillo a los clavitos que iba buscando en la vieja lata de betún. ¡A qué velocidad colocaba las media suelas! Toc, toc. Dos golpes para cada clavo eran suficientes para coronar su trabajo. Ella podía pasarse las tardes mirándolo trabajar, sentado en la silla petisa, con ese delantal que había sido gris, o no.
Los olores de la infancia no se olvidan, su papá estará siempre junto a la cola de pegar y la sopa de gallina tendrá recuerdos de la cocina de Leonor.
Empezaba a lagrimear cuando doblaron la esquina y allí, mirando hacia adelante, en la vereda de enfrente, vio lo que ya consideraba su peluquería.
23/06/2011
Tanta verdad desparramada en un cuento Lulú. Las reflexiones, mezcladas con sentimientos encontrados, debido a las circunstancias, ¡Impecables! Y el barrio y esa memoria olfativa tanto dice, tan bien combinado con eso de sentirse triste y a la vez contenta.
ResponderEliminarMe encantó Lulú,
Adela
"Acababa de enterarse cómo era eso de sentirse triste pero contenta..." y le ocurre acompañada por su amiga, con su horfandad a cuestas, mirando hacia atrás y también hacia adelante. No sé si los varones, pero las mujeres somos así. Lindo, lindísimo como lo contás.
ResponderEliminarUn cariño,
Ale.
PD: La Antonia de Iris va a necesitar a tu Rita... Apuremos la apertura de la peluquería, por favor, quiero estar ahí un sábado a la tarde!!!
Lulú, parece que esa peluquería viene muy bien.
ResponderEliminarCreo que me daré una vueltita.
¡Muy lindo cuento!
Besos,
Ali :)