Alejandra nació gracias a las manos del médico de guardia que asistió a su madre al borde de unos increíbles veinte centímetros de dilatación. También le debe la vida a las espaldas del mismo enguardapolvado que la cubrió cuando el techo del quirófano se desplomó sobre la parturienta, el médico y la recién nacida luego del estallido de la bomba. En ese momento de un nacimiento accidentado, Alejandra perdió la maternidad que le correspondía pero no así el cuerpo de su madre que la acompañaría como una legumbre durante sus primeros quince años. Sin maternidad, entonces, pero bien protegida por su padre, Alejandra aprendió a masticar la carne que alguna mano le acercaba a la boca con una cuchara a medida, a levantarse sobre sus pies sabiendo que una mano habría de sostenerla y contenerla, a completar sus deberes con una mano amiga que imitaba su letra, a guardar a sus íntimos en el repertorio del teléfono que una mano protectora supo conducir, a cerrarle los ojos a la madre el día que unas manos la desconectaron de aquella horripilante existencia llena de tubos. Alejandra se hizo más grande que su piel y su conciencia y abandonó el abrigo de aquellas manos para hacer su eclosión. Y fue genial porque conoció a Lautaro, quien necesitaba abrigar a alguien. Y vivieron felices.
José nació de casualidad. Su madre no pudo comprar la píldora, y todos los intentos que hizo la mujer por abortar fracasaron. El pendejo se le había metido por ahí, y por ahí saldría. Compresas de perejil mojado en vinagre, tenedores de a pares atados con una banda elástica y a no moverse por dos días, golpes y caídas premeditadas cuando la panza estaba por explotar. No hubo caso, José nació a toda costa. Y la casualidad fue porque nació en el lugar menos pensado para él: en un hospital. Su madre hizo el último intento de aborto ingiriendo veneno para ratas. Una vecina se preocupó cuando oyó los gritos de un dolor desgarrante, llamó a la policía y a continuación llegaron los bomberos y una ambulancia. El veneno adelantó el parto que la mano de uno de los enfermeros contuvo hasta que la ambulancia llegó al hospital. Y así nació José con una madre que finalmente lo abandonó en el portal de una iglesia una semana después. La mano del orfelinato le marcó los límites a cachetazos hasta que se escapó por primera vez. En la calle perdió su civilidad pero ganó independencia. Todo estaba ahí. Las manos de la cordura lo capturaron para meterlo otra vez en esa prisión para niños que nunca lo fueron y entregarlo a otras manos que se desvivieron en buenas intenciones. José declinó la proposición de esos padres ajenos y se casó con la calle y sus oportunidades que lo recibió con las manos abiertas. Y vivieron felices.
Fernando, el tercer varón, nació una mañana inhóspita de julio en su propia casa. La partera no vio motivo para alarmarse cuando las dilataciones de la futura madre se sucedían con un ritmo matemático. De hecho, se alegró de que el gurrumín no necesitara mayores esfuerzos en su trayecto, no más que el de sus manos que contenían el cuerpito mientras iba aflorando. Tampoco hubo necesidad de cachetearle las nalgas. Fernando nació llorando a todo pulmón. La madre se quejó del frío, entonces la partera se apuró a limpiar al bebé y lo recostó en su seno. El bebé estiró la mano arrugada y la apoyó sobre la cara de su madre. La partera se puso a ordenar el material. Unos minutos después llamaba al hospital con el bebé en brazos. La madre de Fernando había dejado de respirar para siempre. Pero la criatura tuvo todo el apoyo de su padre. Las manos del hombre lo llevaron a los brazos de su nueva mamá. Las manos de esa mujer lo vistieron con las mejores ropas, y más tarde esas mismas manos firmaron los cheques para que Fernando estudiara en el mejor colegio bilingüe de la zona. Allí conoció a Juan Carlos y se enamoró de él. Y aunque un tiempo después tuviera que casarse con María Emilia para separarse de ella antes de terminar la facultad, volvió a encontrarlo de casualidad en una despedida de soltero. Fernando le tapó la boca con las manos y lo besó. Y vivieron felices.
Obligado, un 29 de febrero nació Amílcar con seis meses de gestación porque su madre hizo una sobredosis mortal. Como su padre había muerto días antes en un asalto en la puerta de su casa, a Amílcar lo criaron sus abuelos paternos. Fueron las manos de esas dos personas las que lo metieron en un corralito que definía todos los límites. Esas mismas manos lo condujeron a la primera comunión y poco después a los “boy scouts” de la parroquia. Sin méritos en los estudios, Amílcar erró por las zonas oscuras de la desocupación hasta que la mano de su abuelo le indicó la única dirección posible: la de la gendarmería. Lo tomaron más que nada por recomendación, aprendió a usar sus manos con un revólver y a transcribir las declaraciones de víctimas y acusados en una perfecta tipografía. Conoció a varias personas con las que tuvo relaciones inciertas y contradictorias y lo pasaron a vigilancia externa. Un día se sintió casi satisfecho en su departamento alquilado de 30 metros cuadrados con jardín y se dijo que un perro le vendría bien. Compró en una veterinaria del centro un labrador español al que bautizó Fátima, sin importarle el sexo del animal, y decidió que eso le era suficiente. Y vivieron felices.
Es tarde y hace frío. Fátima no puede contenerse y mea en el rincón de la cocina. Amílcar se da cuenta, acorrala a Fátima contra la puerta cerrada que da al jardín y levanta la mano para castigar la incontinencia. El perro ve venir el azote, golpea varias veces con desesperación el vidrio de la puerta hasta que lo rompe. Atraviesa el jardín, salta el ligustro y se aleja por la calle hacia el centro. Amílcar putea, automáticamente se calza en la cintura el arma de servicio y sale a recuperar su mascota.
Es tarde y Juan Carlos otra vez no llega, se queja Fernando. No lo incomoda la ausencia previsible de su pareja sino ese estado de incertidumbre que lo agobia cada vez que se siente solo. Si bien le quedan cigarrillos, decide salir a comprar un paquete por las dudas. Ya en la calle y en plena noche invernal, se abriga el cuello, se refriega las manos y avanza contra el frío que él mismo sabe se impone.
Es tarde y necesito guita, se dice y redice José justo antes de abrir la puerta del poli-rubro. Su mano derecha empuña una vieja Beretta 92S comprada unas semanas atrás a los gitanos y se siente en su salsa.
Es tarde, le dice Alejandra a Lautaro que se desparrama en el sillón del living. Ordena las páginas también desparramadas sobre la mesa y le agradece, sin tu apoyo y tus manos dispuestas nunca hubiese podido terminar la novela. Lautaro agrega que con una cerveza todo sería perfecto, y Alejandra responde que ella se hace cargo porque la heladera está vacía. Se abriga, lo besa y sale a la calle pensando en las posibilidades, en todas las posibilidades y en unas buenas latas de cerveza a esta hora.
Alejandra entra en el local y luego de un nznchs protocolar se dirige hacia los refrigeradores. Fernando está pidiendo un atado de cigarrillos que no fumará y entabla conversación con el empleado. José atraviesa la puerta, apunta a todo el mundo con la Beretta y ni siquiera dice arriba las manos. Fernando se asusta y obtempera la orden implícita haciéndole al asaltante el gesto de calmarse con sus manos abiertas. El empleado con los ojos desorbitados abre la caja y comienza a sacar los billetes. Alejandra aparece desde el fondo con dos latas de cerveza en las manos y no puede contener el grito. Amílcar, siguiendo las supuestas pisadas de Fátima, pasa en ese mismo momento por el poli-rubro y se da cuenta del incidente. Desenfunda su arma y entra al local. Las manos de Alejandra suben casi de forma automática a su boca para acallarla. Las manos de José que empuñan el arma sobre el empleado del poli-rubro giran y ahora apuntan a la cabeza de Alejandra. Fernando, siempre con sus manos alzadas, se inclina primero y luego se interpone entre Alejandra y José. Amílcar en el vano de la puerta comienza a gritarle a José, que gira la cabeza y aprieta el gatillo del arma.
Los dos disparos repercutieron casi al unísono y Fátima aulló en la esquina como un lobo. La bala de José atravesó la mano derecha de Fernando, lo que impidió que el proyectil alcanzara a Alejandra. La de Amílcar penetró la nuca de José para a continuación arrancarle los ojos y parte de la nariz.
Hubo después manos que vendar, manos que se apoyaron sobre hombros, manos que se refregaban unas con otras, manos que contenían cabezas, manos que señalaban, que no dejaban de señalar, y las manos abiertas de José en el piso. Durante un momento inimaginable dejó de hacer frío en el local. El mismo momento en el que a unas pocas cuadras unas manos traían al mundo a Cecila y cerraban los ojos de su madre.
Estas historias de conjunción me encantan, aunque, ¿qué historia no lo es? De conjunción, digo, de caminos que empiezan quién sabe dónde y a saber cuándo y en un punto dado se cruzan (también son historias de intersección, como lo es la vida misma). La historia tiene, además, mucho de caos, de ese caos tan ordenado y tan diligente en su crudeza. Crudeza en este caso porque el caos también puede dirigirnos a un beso o a una carcajada igual que las manos pueden acariciar, estrangular, sacar a un niño del útero materno o, por supuesto, cerrar los ojos vidriosos de un muerto.
ResponderEliminarEs la vida, la Vida, tu cuento. Es su misma urdimbre, su tendencia al caos, los caminos que se cruzan y las manos tan versátiles...
Excelente, Vecinico, te felicito,
Un beso,
Celia,
Hola Alejandro, Me encantó este cuento! Si lo agarra Alejandro González Iñárritu (Amores Perros - Babel) te hace un peliculón.
ResponderEliminarTodos los enredos y entretejidos me encantan.
Gracias por compartir.
Cariños
Gra
¡Divino tu cuento, Ale!
ResponderEliminarHermosos personajes y hermosos sus cruces por minutos o centímetros. Las historias anhelan un Alejandro que dirija -como bien sugiere Graciela, ¡adhiero!- lo que vos, Alejandro, podrías guionar. Si se filma, me postulo para el personaje de Alejandra, obvio.
Un beso grande,
Ale.
Lograste poner la vida misma en las manos. Un relato apasionante que hace pensar. Vida, muerte y todos los sentimientos puestos al servicio de "ellas". Excelente Ale, te felicito.
ResponderEliminarUn bf.
Iris.
¡Muy bien escrito, Alejandro! Era muy largo para leerlo en el trabajo, recién hoy pude prestarle el tiempo que la historia merece.
ResponderEliminar¡Un abrazo desde Anonimalandia!
Greis
Y a veces pasan tan desapercibidas las manos ¿no? Que entrelazando vidas, dan, reciben, y de tantos modos diversos construyen, modificando y siendo modificados siempre por los transcursos, y, a veces por otras manos, que por esas cosas de la vida lo hacen muy de otros modos. Para entre todas ir conformando la vida que hasta ahora, no ha dejado de dar vueltas, entre manos que además, escriben historias como ésta que no deja de sugerirnos, entre líneas, la incertidumbre y en el medio, quiénes somos.
ResponderEliminar¡Súper!!
http://www.youtube.com/watch?v=1t5_-_0cMdw
¡Adela! ¿De dónde sacaste ese video de Vivencia? Gracias por la sorpresa... no los volví a escuchar desde la adolescencia... ni a ver...
ResponderEliminarCariños setentistas,
Ale.