Matías corrió a la orilla a buscar la pelota después del último gol. Sus amigos del balneario de Santa Teresita lo apuraron con un grito mientras alzaban las ojotas que habían delimitado la cancha. El atardecer se había convertido en noche demasiado rápido y Matías demoró en distinguir aquello que asomaba entre los caracoles y había detenido a la pelota. Gritó a sus amigos ya arrodillado y escarbando para desenterrarlo.
Los cuatro chicos discutían en el comedor de Matías cómo sacar el corcho de esa botella, sin romperla, y poder leer lo que parecía un papel enrollado en su interior. Hacían conjeturas sobre algún náufrago en una isla desierta pidiendo auxilio o en una broma que, entonces, les quitaría la ilusión de aquel misterio. Decidieron romperla en el patio y Matías se convirtió en el propietario de un tesoro: un mensaje escrito en el año 1960 que, increíblemente se había conservado dentro de esa botella durante cincuenta años. Se sintieron arqueólogos. Acababan de ser protagonistas de un hallazgo prehistórico.
―¿A mí?
―Acá, abuelo. En la compu, en Facebook. Recibí un mensaje. Alguien envió un mensaje a todos los que nos llamamos Tedesco. Pregunta si tengo algún pariente llamado Pablo Tedesco.
―A ver, mostrame Pablito. Y por qué me va a estar buscando a mí si yo no tengo computadora.
―Porque es así, abuelo. Si alguien quiere contactarse con algún amigo de hace mucho tiempo, lo busca por Facebook. ¿Ves? Acá ponés el nombre y el apellido del que buscás, te sale toda una lista y vas viendo quién puede ser. Si lo reconocés en la foto o por los datos del perfil le pedís una solicitud de amistad.
―¿Cómo del perfil?
―Cuándo naciste, a qué escuela fuiste, de qué ciudad sos, dónde vivís ahora…
―¡Ah! Pero si yo no escribí ningún perfil.
―Por eso, abuelo. Manda un mensaje a todos los que nos llamamos Tedesco a ver si alguien te conoce. Mirá, te leo: “Estoy buscando a Pablo Tedesco. Debe tener alrededor de setenta años. Sus padres viajaron desde Italia a la República Argentina cuando él tenía tres años. Se instalaron en un barrio llamado La Boca de la ciudad de Buenos Aires. Encontré una botella con un mensaje que tiró al Río de la Plata contando que quería ser pintor como Benito Quinquela Martín. Me llamo Matías, tengo nueve años y mi mamá me dejó publicar esta búsqueda. Si lo conocés, avisame”.
¿Y, abuelo? ¿Qué le contesto?
En la casa de su hija había muchos de sus cuadros. Casi todos óleos de Caminito y del puente sobre el Riachuelo, algunas acuarelas de viejas épocas y dos témperas de barcos anclados. Los recibiría allí porque su casa, impregnada con olor a trementina, era pequeña y las telas se amontonaban apoyadas sobre los zócalos en un desorden que sólo él comprendía. Su hija le repetía: “Es un lugar para pintar, no para vivir, papá”, y aunque siempre había hecho oídos sordos, en esa ocasión aceptó: se trataba de un acontecimiento que lo había mantenido conmovido desde hacía varios días.
Matías viajaría con su mamá y sus tres amigos para conocerlo ese fin de semana largo. Llegarían durante la tarde y era tal el revuelo por los preparativos que salió a la vereda a esperarlos solo.
Siempre había elegido alejarse del bullicio, ir a su ritmo, aquietarse y encontrar en su propia voz las respuestas.
No hay cosa más conmovedora que poder comprender ese llorar (a escondidas) de un niño. Una expresión así (en un cuento) puede soltarte por completo. Gracias Alejandra. Tu relato fue suave, y emotivo. Pintaste incluso una imagen que me hizo pensar en Quinquela.
ResponderEliminarAhhhh, esa botella que encerró sueños...y los devolvió cincuenta años más tarde como pomada para almas
ResponderEliminarMuy lindo
Un abrazo
¡Me encantó, Ale! ¡Qué linda historia!
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