Los mendigos
Alejandro Luque
El planeta había cambiado profundamente. Las especulaciones en las bolsas del mundo habían logrado enriquecer a unos pocos sin hacer nada, pero al fin el débito pudo con todos: tanta deuda se había creado para satisfacer el ansia de tener, de poseer, de más y más, que el mismo sistema terminó dando una convulsión y se cayó, sin penas ni gloria. Todos pensamos entonces que el tan mentado fin del mundo había llegado, sobre todo porque el último estertor del sistema económico global aconteció a fines de 2012, cuando las reservas en oro de los estados más poderosos anunciaron su colapso y su incapacidad de hacer frente a tanto dinero inexistente.
Y dejamos de consumir. Las industrias y los grandes transportes cayeron como castillos de cartas. El hambre nos tocó a todos y ahí nos dimos cuenta del horror que habían sufrido aquellos desheredados de África que se morían como moscas en campos de refugiados. Al mismo tiempo desapareció la novedad inmediata, el capricho de las noticias en tiempo real que supo desinformarnos durante décadas. Los políticos y gerentes de las soberanías se esfumaron en el silencio, y todos supimos entonces que nunca estuvieron preparados para la adversidad de sus posiciones. El poco petróleo que quedaba en las tripas del planeta descansaba finalmente en paz a falta de combustible y operarios, y el hombre lobo que todos esperábamos (ése que nos habían convencido las incontables series norteamericanas de anticipación que habría de surgir) nunca se manifestó. Unos menos mal que otros, todos estábamos expectantes de que algo pasara, como siempre.
Pero nada pasó, excepto que el hambre y la necesidad nos azotaron como un mazazo en nuestras cabezas. Con el paso de las semanas y los meses intentamos organizarnos sobre las bases conocidas, pero a cada organización sobrevenía de forma ineluctable el fracaso. Nuestras diferencias y capacidades de aceptación se hicieron cada vez más infranqueables. De hecho, y diría que como único acuerdo posible, cada vez que algún líder se manifestaba una horda de arengados espontáneos se encargaba de eliminarlo, de enrazarlo. Las familias se separaban ya no por falta de sentimientos sino por necesidad de sobrevivir. Y esa supervivencia no respetaba ni religiones ni morales heredadas. En poco tiempo comenzamos a darnos cuenta de que la trillada idea de juntos somos más fuertes era una excusa más de quienes pretenden controlarnos para contenernos en la adversidad que se retroalimenta. Abandonamos los dioses justicieros y prometedores que mucho tenían que ver con la hecatombe. Dejamos de creer en promesas que no tuvieran una factura inmediata. De hecho, dejamos de creer en el futuro porque nos dimos cuenta de que no existía.
El tiempo del reloj también nos había abandonado. Todo se convirtió en día y noche, frío o calor, sequedad o lluvias. Y no es que no hiciéramos nada; al contrario, ese tiempo de horas y minutos que tanto solíamos contar y que ya no existía se había convertido en espacio y energía que debíamos saber aprovechar de forma vital. Si era tarde para muchas cosas, la tardanza y la espera dejaron de tener sentido. Las inmediateces que tanto nos habían dividido y diversificado, por las que habíamos perdido nuestras almas, dejaron lugar a los intervalos de posibilidad sin obstáculos. No obstante tuvimos que reaprender el valor del tiempo real, fuimos obligados a escuchar los relojes internos y a leer las agujas de la naturaleza que nos resultó más que nunca extraña e incomprensible… pero también intransigente. Si bien se nos había acabado la vieja necedad, tuvimos que aprender a someternos a las leyes del tiempo que no le pertenecen a nadie.
Dejamos de leer porque a la luz había que utilizarla para subsistir, y en la oscuridad que nos abrigaba descansábamos. Abandonamos el romanticismo por praxis y nos volvimos lo que siempre fuimos en el fondo: solitarios que comparten por un instante sus soledades para seguir el camino. Volvimos a estirar el cuello para asombrarnos de las estrellas, pero esta vez no les adjudicamos nombres ni formas que las unieran. Tampoco dejamos que otra abstracción les quitara sus realidades incomprensibles. Dejamos que nos llovieran y arreciaran todas las inclemencias del planeta, y nos permitimos que el aliento de progresar nos abandonara. No volvimos a enterrar a nuestros muertos porque aprendimos que sus cuerpos no nos pertenecían; de hecho, dejaron de ser nuestros.
Nos volvimos muy austeros con la palabra. No hacía falta comentar lo que veíamos del otro y lo otro frente a nuestros ojos. Sin volvernos las bestias que seguramente éramos en el fondo, nos permitíamos el roce, la caricia simple, el hombro desnudo, y la piel así de simple. El abuso, como idea y concepto, desaparecieron. También las falsas diferencias que siempre pretendieron enmarcar nuestros géneros. Estábamos todos solos por igual. Estábamos todos abandonados por igual. Nos habíamos abandonado hacía mucho tiempo con mentiras y justificaciones. Habíamos perdido mucho el tiempo que hubiese posibilitado reunirnos e igualarnos. Pero ya era tarde para volver atrás.
Aprendimos a cazar y a cosechar para alimentarnos. La naturaleza cobró para nosotros un respeto que habíamos perdido y huimos de las corazas que supimos prodigarle. Nos convertimos en presa y predador en términos iguales y logramos un equilibrio impensado tiempo atrás. Perdimos nuestros egos como se pierden los dientes de leche: uno a uno e inexorablemente. Abandonamos esa pretensión de domar el fuego y nos sometimos a la voluntad de los elementos.
En realidad, cuando lo pienso en función de la vida que llevábamos antes, nos veo como mendigos, seres humanos sin techo y sin futuro, sin asistencia y sin poder contar con nadie, esparcidos en los nichos que quedaron y avasallados por una realidad que nos sobrepasa. Hay entre nosotros aquellos que se recuestan en un rincón y allí se quedan. Hay otros que no dejan de errar como fantasmas por los mismos lugares. Hay muchos que desaparecen sin que nadie sepa cómo o por qué, y hay resto que subsiste a su manera.
Y aquí y ahora estoy yo, revolviendo desesperado algo así como un tacho de basura, un agujero olvidado. Un espacio de cemento que hace tiempo el rigor salvaje de las hiedras y los eucaliptos comenzara a desgranar. Un símbolo del olvido inexorable que huele a papel y a tinta y que me recuerda lo mejor de otra época, lo mejor de mí, lo mejor que ha perdido el hombre: la lectura.
Quizás como el personaje que busca ese rastro necesario de otra época, así en otras edades sintieron lo mismo por otras ya inexistentes y de las cuales no tenemos la menor idea. Pero ese sedimento ya irreconocible está diseminado en las nuevas fábulas de todas las maneras que el hombre busca por necesidad de dejar constancia.
ResponderEliminarMuy bueno.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAlejandro, tu escrito armoniza con la necesidad que tiene el lector de obtener contención en el relato (porque guias a la razón para que vea el kaos pero no la soltas, o sea, nos sostenes, incluyéndote como un espectador más, y como un superviviente que se yergue ante la desolación, para sugir de nuevo). Me gusta este modo de relato, que incluye algo de tolerancia, al servicio de la concientización.
ResponderEliminarPor otra parte, coincido naturalmente con Randos en lo que observa respecto de esa necesidad de "dejar constancia" que tiene un ser "humano". Muy ameno lo que decis, apto para una tarde como hoy, donde podemos "pensar" en lo que nos esta sucediendo (a todos). Abrazo. P/D: Borges escribia tb cosas falsas para ver si le prestaban atención (y para reirse de los inverbes, no lo digo por vos Nata, pero que carajo cuesta entrar y aportar algo sin saña). Creo que un escrito asi amerita observaciones constructivas. Vale.
Con el sistema del patrón oro las reservas estaban formadas únicamente por oro (en aquellos países que habían adoptado dicho sistema). Pero bajo el sistema de Bretton Woods, los Estados Unidos fijaron el tipo de cambio del dólar con el oro, y permitieron la convertibilidad de dólares a oro, a su vez el resto de Bancos Centrales utilizaron los dólares en vez de oro como reserva. Esto permitió crear la impresión de que, efectivamente, los dólares eran tan fiables y seguros como el oro. Sin embargo, debido al déficit presupuestario del gobierno estadounidense (especialmente debido a la guerra de Vietnam), el dólar acabó por dejar de ser convertible debido a un gran aumento de la emisión de la moneda sin un aumento proporcional de las reservas de oro por parte de Estados Unidos, lo que minó su credibilidad. Pero tras este hecho el dólar permaneció estable como moneda fiduciaria hasta la crisis hipotecaria y financiera mundial que comenzó a desatarse en 2007 y que entró en pánico en marzo de 2008 por lo que está dejando de ser la moneda de reserva más importante, hoy está aumentando el uso del euro como moneda de reserva tras su introducción y el oro.
ResponderEliminarEuro out
Oro ¿ 2012? Posibilísimo, como posibilísimo también es " agua dulce" ¿ no?
Que tontería intentar marcar realidad (inestable) en un cuento que intenta ser futurista
Super
Un inmenso abrazo
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Y quizás, además de la lectura, recupera también la escritura. Bellísimo, Ale. Y angustiante. En noche de domingo...me encantó leerte.
ResponderEliminarBesos grandes,
Ale.
Muy buen relato, Ale. Fuerte. Quizás porque para mí perder los libros roza la tortura... me pegó mucho.
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