—¡Antonio!¡Antonio! —el grito
apremiante de su mujer lo despertó bruscamente. Se incorporó de un salto y
corrió hasta la puerta. La abrió de un tirón.
—¡No te muevas, carajo! ¡Quedate ahí o
aquí mismo la achuramos! —un desconocido tenía agarrada fuertemente a Rosaura,
cuyo rostro se veía desencajado por el terror. El brillo de un facón lanzaba
destellos que danzaban como demonios sobre su cuello. El hombre no estaba solo;
un grupo de jinetes de fiera traza lo acompañaba. Todos llevaban relucientes
armas largas y montaban alazanes de movimientos nerviosos. Antonio se quedó
paralizado. Su mano derecha trazó un arco en el aire en busca del cuchillo que
finalmente no encontró en su cintura.
—¡Te dije que no te movieras, perro
sarnoso! —la detonación y el ruido de madera astillada se oyeron
simultáneamente; la bala se estrelló en el marco, a menos de veinte centímetros
de su hombro.
Antonio miró con mayor detenimiento y
recién entonces se percató de que ninguno de ellos llevaba sombrero, su
vestimenta era negra y todos tenían el pelo rojizo, como el de sus caballos.
Contó ocho, pero a unos cincuenta metros pudo distinguir un grupo mucho más
numeroso. Delante de él se veía un amontonamiento de jóvenes mujeres a quienes
reconoció enseguida: eran vecinas del poblado; entre ellas estaban las mellizas
quinceañeras Rosita y Magdalena, hijas de su compadre Carballo. También había
algunos niños.
—¡Suelten a mi mujer, hijos de perra!
¿Quiénes carajo son ustedes y qué mierda quieren?
—Acá ya no hay lugar para mugrientos —respondió
fríamente el que parecía ser el jefe—. Nos quedamos con las hembras y algunas
crías; ya tomamos toda la región. A los que intentan resistirse simplemente los
pasamos a degüello, como a ovejas. Y no son mucho más que eso. Después quemamos
sus miserables casuchas; las cenizas son más fáciles para barrer. Te doy dos
minutos para que te mandés a mudar, si querés seguir viviendo. Apurate antes de
que pierda mi buen humor.
—Pe... pero... ¿Por qué? —Antonio no alcanzaba
a imaginar de dónde pudieron aparecer esos extraños forajidos cubiertos de
polvo y hollín, pálidos como cadáveres y de barbas desordenadas. Al fondo del
camino que llevaba a la capilla, donde se concentraba el mayor número de casas,
se elevaba una ancha columna de humo.
Respondiendo más al instinto que a la
prudencia se precipitó adentro en busca de su revólver.
El alarido ahogado en sangre de
Rosaura, las explosiones y su carne desgarrada por calientes metales fue lo
último que alcanzó a sentir. Luego fue la nada.
«...del río. Usted, capitán Unzué los
termina de encerrar por el oeste. Que no quede uno vivo. El infierno es su
lugar y hasta allá los empujaremos. La grandeza y el futuro de la Patria
reclaman estos territorios y nuestra loable misión...»
El teniente Antonio Garmendia sacudió
su cabeza para alejar el recuerdo de la pesadilla que lo había torturado gran
parte de la noche. «Debe ser esta fiebre que no termina de aflojar»,
pensó, mientras intentaba concentrarse
en la arenga del General. A pocos kilómetros estaban acampados los pehuenches
del cacique Saihueque y el entrevero era inminente.
«... la vida con valor, como buenos soldados...»
continuaba el General, quien, en un gesto que le era característico se quitó la
gorra buscando reforzar su parlamento con enérgicos movimientos de brazos. En
ese preciso instante el sol comenzó a incendiar el horizonte.
Antonio
miró al General con fijeza y no pudo evitar un estremecimiento: a la luz
del amanecer, movida por el frío viento proveniente de la cordillera, su
cabellera parecía arder envuelta en rojizas llamaradas.
«… exterminar al salvaje para imponer a
cualquier precio los valores de la civilización. ¿Se entiende?»
El teniente Antonio Garmendia bajó la
cabeza y cerró los ojos; pensó en
Rosaura y el primer hijo que ya abultaba su vientre.
«Sí, general. Se entiende», respondió con un hilo de
voz.
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ResponderEliminarRecordé este relato y se me ocurrió seguir con la temática del trabajo reciente de Jorge.
ResponderEliminarClaro que sí, el eje temático de la civilización v/s Barbarie. Aunque paradójico, porque a través de actos bárbaros civilizar no es nada más que exterminación. Por otro lado, sería bueno leer, algo sobre la imposición cultural.
ResponderEliminarEste texto me recuerda además a una novela de Altamirano "El zarco".
Gracias por compartir, Pituti.
Saludos =)
Esas revisiones recién están apareciendo, Adri. No es fácil abstraerse y repensar la historia con otras miradas. Lo mismo ocurrirá seguramente con lo que vivimos actualmente. Hoy recibí un mail (que te lo reenviaré) en el que se muestra cómo en el siglo XIX y principios del XX conocidos laboratorios vendían poderosas drogas como la cocaína y la heroína como inocentes productos farmacéuticos. No he leído esa novela, ojalá algún día pueda hacerlo.
ResponderEliminarMuchas gracias, joven amiga.
Un abrazo.
Estas historias siempre me tocan el corazón. Yo también tengo un cuento sobre ese tema, veré si no lo puse ya en el blog y si es así, lo posteo en la semana.
ResponderEliminar¡Un abrazo, Pituti! Y mis felicitaciones, està muy bien escrito.
Publicalo de nuevo, en caso de que esté, así queda a primera vista. Los lectores se están renovando.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Greis
Un abrazo.
Bueno, ahí está. Decime qué te parece :)
ResponderEliminarGenial, Greis. Lo comenté. Me parece estupendo. La temática social no debe estar ausente de la literatura. Tal vez tenés más material. También tengo otros que iré publicando. Pero por ahora que la gente admire tu trabajo en primera plana.
ResponderEliminarUn abrazo.