—…no se ve nada bien, Anselmo. Mire, ¿ve estas manchas? La placa no
miente. Esta es la historia de toda una vida de desarreglos, mi amigo, ¿cuántos
eran? ¿setenta y cuatro?, no, setenta y cinco. ¿Cuántos de fumador? —hace una
pausa escudriñándolo con un suspiro—. Está bien, ahora tratemos de mirar para
adelante.
—Parece que no hay mucho por delante,
doctor —responde el viejo bajando la cabeza con un gesto resignado.
—Depende de usted, ya se lo dije. El
tabaco, el alcohol, la noche... son su pasaporte al otro lado, viejo. Mírese un
poco: está quedando piel huesos. Y
encima, solo… en esa pensión que se cae a pedazos, comiendo quién sabe qué.
—Tiene razón, doctor —queda un momento
pensativo—. Voy a hacer algunos cambios.
—Eso mismo me dijo la otra vez. Pero
voy a tratar de creer en usted. Acá le escribí todas las indicaciones. Lo veo
en un mes.
—Si, doctor. Gracias.
La llovizna de
la fría tarde de junio lo recibe en la vereda. “¡Como se pianta la vida, cómo rezongan los años!”, susurra. “Yo siempre
pienso en tango, pibe”, suele decir, y no miente; cada situación, cada lugar,
cada persona, invariablemente despiertan en él una inmediata asociación con alguna
letra de tango, milonga o vals conocido. Así, por ejemplo, el paisaje de Sarandí,
a esa hora y con ese clima le sugiere: “Garúa,
solo y triste por la acera…”, y también: “…llueve lentamente sobre tu desolación…”. Las letras se retuercen,
anudan y confunden en su mente como los anhelos secretos de bailarines en una
milonga. Toma San Juan, luego dobla en Entre Ríos silbando “Cafetín de Buenos
Aires” y unos metros más allá empuja sin
vacilar la puerta del Napolitano. Una espesa cortina de humo y el bullicio que
llega desde las mesas de billar le dan la bienvenida acostumbrada.
—¡Eh, Anselmo!, ¡Vení, arrimate! —una mano levantada
le indica la mesa donde están “los muchachos” jugando al dominó mientras
mezclan en sus charlas fórmulas infalibles para arreglar los desquicios del
gobierno de turno con los goles magistrales de Labruna y los detalles anatómicos
de la rubia que abandonó el conventillo para venirse al centro “a triunfar y
olvidar el percal”.
—¿Qué tal, che? Acá se está bien. Afuera hace un frío
de miércoles, y eso que hoy es viernes —dice mientras se quita el abrigo y le
hace un gesto al mozo para pedirle un café. Enciende un cigarrillo, mientras
intenta disimular sin éxito un repentino
acceso de tos.
—Parece que la cosa va empeorando —dice “Longaniza”,
su amigo de la juventud, con un dejo de amargura.
—Dejate de macanas, si estoy hecho un pendejo. Esta
noche tocamos en el salón de Varela, ¿venís?
“El duende
de tu son, che bandoneón, se apiada del dolor de los demás…”. Anselmo cierra los ojos y acaricia los botones del
fueye que se estira, que se empapa con la atmósfera densa de tabaco y alcohol,
que suelta el aire, y vuelve a respirar mientras libera el vuelo de su voz
quejumbrosa y profunda. Anselmo sueña y se deja llevar mientras Jacinto, el
cantor que luce una cicatriz en su mejilla izquierda, un traje oscuro y un
pañuelo al cuello, le regala sonido y expresión a los versos de Homero Manzi: “Bandoneón, hoy es noche de fandango…”.
Los bailarines entrelazan sus cuerpos y hablan con la muda seducción que teje
sus telarañas envolventes. Los tacos se deslizan y lanzan destellos de efímera
vida en la penumbra del salón que encierra al mundo en sus cuatro paredes sin ornamentos.
Sueña Anselmo mientras sus dedos
buscan los caminos tantas veces recorridos. Y el bandoneón se le hace carne,
una prolongación del alma que anuda el grito estrangulado.
“…y
puedo confesarte la verdad
copa
a copa, pena a pena, tango a tango,
embalado
en la locura del alcohol y la amargura.”
Sueña Anselmo y siente que el poeta escribió su
propia historia. Las volutas del humo de los cigarrillos dibujan aquel nombre.
Celia.
Y es un nombre, y un recuerdo que también es un pañuelo y la sirena de un barco que se aleja, y el viento del río marrón que se lleva su perfume y su gracia española.
Y es un nombre, y un recuerdo que también es un pañuelo y la sirena de un barco que se aleja, y el viento del río marrón que se lleva su perfume y su gracia española.
Celia.
“Bandoneón,
¿para qué nombrarla tanto?
¿No
ves que está de olvido el corazón?”
Anselmo abre los ojos. De pronto la ve. Largo vestido
rojo con un tajo y la insinuada maravilla de sus piernas que el aire acaricia
con rumor de tango. El humo es ahora un telón que se cierra, y su imagen se
desvanece.
Cierra los ojos Anselmo y sueña
aferrado al instrumento. El cantor de la cicatriz está entonando:
“…y ella vuelve noche a noche como un canto
en
las gotas de tu llanto, che,
bandoneón.”
El frío de la pieza es una presencia
que llena todos los vacíos. La luz amarillenta de una única lamparita apenas
deja ver algunas fotos borrosas adornando la pared donde se apoya la cama de
una plaza. Mira el reloj de la mesita de luz que le dice que son casi las cuatro.
Con suavidad deja el instrumento sobre
una silla y luego abre un pequeño armario. Desde el techo de chapas llega la
serenata monocorde de la interminable lluvia invernal. La botella de ginebra
tiembla en sus manos mientras llena el vaso. Bebe un largo trago y luego, como
si cumpliera con un rito religioso descorre el cierre de la funda y toma el
bandoneón. Sus dedos, aún ágiles, comienzan a dibujar un entramado de acordes,
escalas y recuerdos.
“…
Hay un fantasma en la noche interminable…” —su voz es un murmullo, una
nostalgia, una herida sin cicatrizar. La naturaleza destinó a sus manos los
dones que hubiese deseado para su
garganta, pero ya no le importa. Canta. Es una función dedicada a sí mismo.
Canta y canta.
“…
y el bandoneón dice su nombre en su gemido…”
El cielo no cesa de vaciar las nubes
y Anselmo bebe y canta. El bandoneón vibra y se desgarra como su alma.
¡Otra!
—grita—. ¡La última curda! —pide.
Do menor —indica a sus dedos y comienza la
introducción. "
"Lastima,
bandoneón, mi corazón…” —dice su voz
cansada pidiéndole auxilio a los pulmones que se niegan.
“… la vida
es una herida absurda…” —susurra
apenas y se detiene para beber otro trago. Luego continúa:
“… pero es
el viejo amor que tiembla bandoneón y busca en el licor que aturde…”.
La lluvia que golpea el techo parece completar la
frase:
“… la curda
que al final termine la función poniéndole un telón al corazón.”
Poesía tanguera que registra con trágica y sutil nota el inspirado final. El fuelle colapsa y en su último estertor, la mirada vuelta hacia los años. El tanguero se juega su última reseña de bandoneón. El acorde se fuga, como una lágrima de alcohol, al compás de toda esa vida fumada. Muy lindo texto estimado Rolando. No alcanzo incluso a describir la belleza y el gran contenido.
ResponderEliminarTu comentario es poesía pura, Marcelo. "Una lágrima de alcohol...", tal cual, tal cual.
ResponderEliminarMuchas gracias por pasar y dejar tu huella.
Un abrazo.
Qué cuento tanguero, Rolando! No solo por la temática o las citas... tiene alma de tango tu cuento.
ResponderEliminarUn abrazo!
Grabé este cuento (como diversión experimental, jaja) en audio, pero no encontré la forma de subirlo aquí en ese formato.
ResponderEliminarUn abrazo grandote, Greis.