Bajó
del tren y siguió la marea que se desplazaba como si obedeciera a un llamado
perentorio e inaudible. Su equipaje casi no pesaba en las manos: apenas un
bolso mínimo; lo que precisaba se apretujaba en el interior de su alma. Al
salir de la estación decidió caminar, dejando el timón a cargo de viejas
memorias que descascaraban las fachadas desconocidas; ellas sabían que era la
misma ciudad de aquel entonces.
En el
camino compró un ramo de rosas y luego continuó con paso firme, todo lo firme
que le permitían los achaques de los años, esos que trazan con línea
discontinua los últimos tramos de la parábola de la vida.
Un
retumbo acelerado de latidos le anunció la cercanía. Allí estaba la casa.
Blanca. El mismo arbolito con las mismas flores rojas. Las verjas. Su ventana.
Ella.
Allí. Su silueta inconfundible detrás de la levedad de las cortinas…
Y una
melodía reconocida al instante, apoderándose de todos los sonidos.
Ella
en el vano de la puerta. Su sonrisa fresca y juvenil. Sus brazos extendidos.
Sus labios entreabiertos ensayando la primera palabra…
—He
regresado, amor. He regresado. Cumplí mi promesa. He regre... sado. He…
El
taxista se detuvo. La fría llovizna del invierno desdibujaba el paisaje
nocturno y vaciaba de transeúntes las aceras. Se acercó al cuerpo desmoronado y
durante un instante contempló con extrañeza la placidez del rostro del anciano
y la expresión de sus ojos abiertos. Pétalos blancos barridos por el viento se
depositaban lentamente sobre el frente austero de un desierto edificio de
oficinas.
Una
sirena lejana anunciaba otra historia. Una más.
Me llenó de melancolía tu relato, Rolando. Habrá sido la música, habrá sido "ella" que finalmente se reencontró con él en otro plano de existencia... no lo sé.
ResponderEliminarGracias! :)
Muchas gracias a vos, Greis.
ResponderEliminarIntenté que la tristeza no se apoderara de todo el relato, y que la imagen sonriente del anciano marcase el punto final. Al fin y al cabo, para él, la promesa fue cumplida.
Un beso.